Hubo una época donde casi todos
los visitantes que llegaban a la ciudad querían alojarse en
el hotel La Muralla. Tal vez porque los propietarios del
Ulíses, en aquellos años dorados, se dejaron llevar por la
apatía y descuidaron el servicio de un establecimiento que
había comenzado su andadura con mucha fuerza. Pero era tanta
la demanda que los dos establecimientos no daban abasto. Y
el estamos completos era la respuesta normal que uno podía
recibir si no llamaba con la antelación debida para hacer la
reserva.
Ante semejante situación, y no existiendo en la ciudad, en
aquel tiempo, suficientes hostales para paliar, en parte, la
escasez de alojamientos, los gobernantes decidieron
construir un hotel al cual bautizaron con el nombre de
Puerta de África. Un acierto al que sólo cabía desearle
todos los éxitos posibles en prestar unos servicios que a
buen seguro iban a sobrarle.
Mas pronto, apenas transcurridos unos meses, nos dimos
cuenta de que el Puerta de África no había nacido con buena
estrella. Cedido en explotación, el establecimiento fue mal
regentado y terminó siendo un quebradero de cabeza para las
autoridades locales. Una situación que a punto estuvo de
acabar con la idea primigenia. Pues pensaron, quienes debían
hacerlo, en darle al edificio un cometido muy distinto al de
la hostelería. Ni que decir tiene que los clientes empezaron
a desertar. Y que los pocos que decidían alojarse en el
Puerta de África eran los primeros en propalar que más que
hotel aquello parecía la venta donde Maritorne se refocilaba
con los arrieros de turno.
Pues bien, cuando las autoridades pudieron quitarse de
encima al arrendador se encontraron con un hotel donde nada
funcionaba. Y un día nos dijeron que la cadena Sol Meliá iba
a tomar las riendas de un negocio que se había ido a pique
de prisa y corriendo. Lo cual invitaba a pensar que, en
medio de tanta desdicha, la cadena Sol Meliá estaba sobrada
de conocimientos y posibilidades para situar al hotel en una
posición más que digna.
Un día me presentaron al recién llegado director, Pepe
Ávila, y me di cuenta de que estaba ante un profesional que
venía dispuesto a trabajar duramente para recuperar un
establecimiento arruinado en todos los aspectos. Persona de
trato exquisito, a medida que la fui tratando tuve también
la certeza de que sería capaz de convertir en realidad algo
que a mí me sonaba a utopía: hacer de un fonducho un hotel
decente. Y así fue.
En su empeño, no cabe duda de que habrá cometido errores,
pero deben haber sido mucho más sus aciertos. Ya que el
hotel es otro muy distinto en todos los sentidos. Por ello
me sorprende el trato que viene recibiendo desde hace ya un
tiempo. Porque, como director, seguro que tomará decisiones
que sólo a él le incumben. Pero habrá otras que las llevará
a cabo mediante el consentimiento de la empresa, e incluso
me atrevo a decir que bajo la imposición de ésta.
Por lo tanto, y con todos mis respetos a la Unión General de
Trabajadores, creo que el director del Tryp no es merecedor
de que se le sambenite cada dos por tres. Pues a fin de
cuentas, Pepe Ávila no deja de ser un empleado más que
necesita el trabajo como cualquier otro. Y sabido es que si
se opone a la línea marcada por la empresa pierde su empleo.
De modo que lo mejor sería que la Ciudad, como propietaria
del inmueble, actúe si acaso la empresa incumple lo pactado
en el contrato. Y sobra todo lo demás. Porque no es de
recibo poner en la picota al director, un día sí y el
siguiente también.
Algo que no sólo atenta contra el negocio sino que parece
injusto y puede terminar cabreando a quienes quieren
trabajar en paz y seguir afiliado a la UGT. Nada es
absoluto.
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