Empecé a ir a las plazas de toro
con pantalón corto. Me chiflaba tanto ese mundo que hacía
todo lo posible por frecuentar los mentideros taurinos. Y en
ellos, confundido entre los mayores, procuraba ser todo
oídos. También prestaba suma atención a cuanto decía el
maestro barbero que solía pelarme. Ya que éste, mientras
trajinaba, daba lecciones magistrales de toro, fútbol,
cante, cine y... hasta conocía la edad, la verdadera, de
doña Concha Piquer y Antonio Machín. Aquel hombre, que
además practicaba el deporte de la bicicleta y que hablaba
hasta por los codos de Coppi, Bartali, Loroño, etc, contaba
tan bien las cosas que a mí no me importaba pasarme las
horas muertas sentado en el salón y cediéndole la vez a los
clientes que tuvieran prisas.
Fue en esa barbería, como no podía ser de otra manera, donde
yo pude enterarme de que se llamaban “sobrecogedores” a los
periodistas que trincaban dinero a cambio de falsear las
actuaciones de los toreros. Todo transcurría de la siguiente
manera: dos o tres horas antes del festejo los periodistas
acudían al hotel y allí les esperaban los mozos de espada
para entregarles los sobres con las cantidades que los
respectivos apoderados les hubieran designado a cada uno y
siempre acorde a la importancia del medio al que
pertenecían.
Así, los toreros que pasaban por caja se aseguraban una
crónica favorable, y quienes no lo aceptaban sufrían en sus
carnes la opinión negativa de casi todos los gacetilleros
taurinos y cronistas de radio. Y ya no digamos nada de
quienes estaban encargados de difundir la noticia por medio
de la agencia de la época. De esa manera, se daba el caso de
matadores que cortaban trofeos de mentira, mientras a otros
les quitaban los obtenidos de verdad en las informaciones
dependientes de los “sobrecogedores”. Era, por tanto, un
periodismo basado en la manipulación y que causó grandes
problemas en un tiempo donde las necesidades eran muchas y
la gente necesitaba sobrevivir. Situación que algunos usaban
como atenuante, pero que de ningún modo eximía de culpas a
quienes cometían semejante tropelía. Los tiempos han
cambiado, aleluya, pero los “sobrecogedores” siguen
existiendo no sólo en la llamada fiesta nacional, rincón de
seguridad de ellos, sino que también abundan ya en el
fútbol. De lo contrario, sería inexplicable que se estén
celebrando actuaciones de porteros que están muy limitados
y, en cambio, no se deje de atentar contra otros en cuanto
cometen el menor desliz. Tenemos el caso, verbigracia, de
Valdés: portero del Barcelona a quien no le vale ser el
menos goleado ni que su equipo sea el mejor del Campeonato.
Puesto que siempre está en el punto de mira de quienes
aprovechan cualquier motivo para tirarle a degüello. Ni
pensar quiero lo que hubieran hecho con él de haber fallado
frente a Serbia y que obligó a la selección española a jugar
los partidos de repesca.
Los “sobrecogedores” llegan hasta el extremo de preguntarle
a Cañizares si cree que Casillas es el mejor portero de
España, y si Valdés es muy malo. De nada vale que el portero
del Valencia conteste con señorío a pregunta tan tendenciosa
y dirigida a resaltar las cualidades de uno menoscabando las
del otro. Porque el daño ya está hecho. Y es que en España
se ha puesto de moda decir que el Barcelona gana pese a
tener en la portería a Valdés y que el Madrid no pierde más
porque cuenta con los servicios de Casillas. Una mentira
repetida hasta la saciedad y que ha ido convirtiéndose en
verdad incuestionable entre la masa. Los “sobrecogedores”
futbolísticos no acuden al hotel, sino que reciben la
gratificación por medio de las multinacionales. Que no están
para perder el dinero invertido en alguna cara bonita.
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