Mariano Rajoy era un político que
caía la mar de bien a los españoles cuando estaba a la
sombra de José María Aznar. Entre otras cosas, porque a
medida que éste iba sacando a relucir un carácter
atrabiliario y tonante, a raíz de que el poder le dio la
oportunidad de poner los pies encima de la mesa del
todopoderoso Bush, aquél nos hablaba de su afición por la
bicicleta y se jactaba de ser tan de buen comer como de
fumarse los mejores habanos.
Cierto es que, entonces, nadie pensaba en él como sucesor de
Aznar. Ya que todas las miradas estaban puestas en Rodrigo
Rato y hasta Mayor Oreja parecía contar con más
posibilidades. Lo cual dejaba a Rajoy libre de miradas
envidiosas y representando muy bien el papel de tapado que
le había designado Josemaría.
Cuando se supo que era Rajoy el elegido para ser candidato a
la presidencia, nadie dudaba de que iba a ganar las
elecciones de calle y su triunfo se empezó a cantar con gran
antelación. Era un favorito indiscutible, por más que se le
tachaba de indolente, debido a que era un gallego simpático
y, sobre todo, porque recibía una herencia extraordinaria de
quien había sido un gran presidente a quien el síndrome de
la Moncloa le había agriado un carácter ya de por sí
propenso a avinagrarse.
Pero la tragedia del 11-M, mal gestionada por Acebes y
Zaplana, con el beneplácito de Aznar, cambió el rumbo de las
urnas y José Luis Rodríguez Zapatero, contra pronóstico, se
convirtió en presidente de una España cuyos ciudadanos no
entendieron la postura del PP. Nunca olvidaré la cara de
Rajoy cuando le tocó salir al balcón de la sede, en la calle
Génova, para presentar el rostro de la derrota ante cientos
de militantes del partido. Ni tampoco el gesto ceñudo y
acusador de un Rato a quien la ira se le manifestaba,
mayormente, en los ojos.
Pasó el tiempo, y cuando parecía que el PP empezaba a
levantar cabeza haciendo una oposición feroz contra un ZP
atrapado en las redes de los nacionalismos, llega el alto el
fuego permanente, anunciado por ETA, días atrás, y pone otra
vez a Mariano Rajoy en grandes aprietos.
Por ello, y en menos que canta un gallo, se me ocurre pensar
que el jefe de la oposición está gafado. Qué buen juego, en
este aspecto, le hubiera dado Rajoy a Jaime Campmany, siendo
cual era, el genial columnista, un experto en tratar tales
cuestiones.
Gafado, porque si hay algo que le haya venido mal,
rematadamente mal al PP, es que ETA haya entrado en este
juego de la tregua cuando a ZP se le amontonaban los
problemas y Acebes y Zaplana no cejaban en su empeño de
recordar que lo del 11-M no fue como dicen los jueces y las
Fuerzas de Seguridad. Manteniendo esa postura, e insistiendo
diariamente que la unidad de España estaba en peligro,
marcaban ambos las directrices catastrofistas de una
oposición que contaba con el favor de una gran parte de la
militancia, ultraconservadora, que ha venido festejando el
mensaje que ellos propalaban.
La conferencia de prensa dada por Rajoy en la Moncloa, tras
su reunión con el presidente del Gobierno, ha puesto de
manifiesto que el presidente del PP tiene más que asumido
que la suerte ha vuelto a jugar en contra suya. Y no por lo
que ha dicho, sino por cómo lo ha dicho. Yo lo he visto como
alguien que ha sido enviado a entrevistarse con ZP,
mediatizado en extremo por los referidos Acebes y Zaplana y,
sobre todo, agobiado por lo que piensan los principales
dirigentes del PP vasco. Bajo ese yugo, y por más que lo
propuesto por ETA sea un gran motivo de esperanza, mucho me
temo que Rajoy necesitará de un milagro para salir a flote
de esta nueva desventura en su contra. Lo dicho: este hombre
está gafado.
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