Navegando en la Internet, a prima
mañana del sábado, me da por escribir el nombre de Vicente
Pantoja, Picoco, pincho el recuadro de voy a tener suerte y
tras pulsar convenientemente en el sitio adecuado del ratón,
se abre ante mí una página de Antonio Burgos, Apuntes del
natural, y dedicada a quien fuera uno de los dos mejores
bufones habidos en la España del franquismo y durante los
primeros años de la democracia.
Antonio Burgos, cuando le da a sus escritos el toque de
andalucismo justo, que es como un buen potaje en su punto,
termina deleitándonos a quienes apreciamos su humor sereno y
esa ironía de quien encuentra en las tradiciones un filón
inagotable para escribir libros y artículos a porrillo. “Se
puede hacer un arte del mangazo, y Picoco lo hacía”. Así
titula el escritor sevillano su obituario a quien solía
decir lo siguiente: “Es que yo me veo por las mañanas en el
espejo y me pido mil duros”.
Era Picoco un personaje, como bien recuerda el maestro
Burgos, que ni sabiendo cantar, ni bailar, era
imprescindible en todas las fiestas flamencas que se daban
en una España mísera y triste y donde la risa era un
artículo de primera necesidad para poder sobrellevar el modo
de vida que había dejado una guerra recién acabada.
Yo tuve la suerte de comprobar cómo cada vez que abría la
boca Picoco había motivos más que suficientes para reír con
ganas. Sus ocurrencias y sus gracias daban vida incluso a
los enfermos y todo él era un caudal de ingenio y
ocurrencias.
A Picoco lo conocí gracias a que un día me lo presentó Pepe
Jiménez, El Bigote, el otro bufón indiscutible de la época
de postguerra y que se consagró por ser el primero y único
que le dio un mangazo a su admirado amigo. Algo que parecía
imposible en un mundo donde ambos, El Bigote y Picoco,
vivían de las fiestas y de algo más que no ha contado
Burgos: de ser observadores, intuitivos y licenciados en
fisiognomía por la universidad de la calle.
En conocer a la gente por sus gestos, por su forma de
comportarse, y por detalles que se nos escapan a la mayoría
de los mortales, aventajaba El Bigote a Picoco. Tal vez por
ese motivo, el primero parecía más hosco en el trato. El
primero también quiso vivir del arte, pero al igual que su
compañero de fatigas estaba muy limitado para subirse al
escenario de la fama. Eso sí, los dos destacaban por ser
amigos de sus amigos, y no sólo vivían de la gracia y de
guardar secretos inconfesables, sino de asesorar a quienes
les pedían consejos.
¡Qué de veces vi yo a El Bigote advertir de las funestas
consecuencias que podría acarrearle a Fulano si se metía en
negocios con Mengano! Y de qué manera olía a distancia una
traición. En ocasiones, y en vista de la amistad que nos
unía, yo me oponía a sus predicciones. Y casi siempre
terminaba por tener que darle la razón. Ya que acertaba en
un porcentaje elevadísimo. El Bigote, además, incluso cuando
se ponía frívolo, desprendía un halo de seriedad que
respaldaba la insustancialidad de unas salidas de tono que
no eran frecuentes en él. Y hasta me atrevería a asegurar
que éstas salían de su boca, intencionadamente, para
confundir al personal o acceder a ciertos conocimientos que
le interesaban.
El que yo saque a colación, en el día de hoy, a estos dos
personajes, se debe, mayormente, a que los políticos cuentan
con una serie de asesores que no dan pie con bola. Gentes
metidas en un despacho, comiendo de la sopa boba, y que
aciertan menos que yo en los juegos de azar.
De haber vivido en estos tiempos, no quiero ni imaginarme lo
que hubiera ganado Pepe Jiménez, El Bigote, por el simple
hecho de ir detrás de Juan Vivas diciéndole en los jardines
que no se debía meter.
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