Poco después del descubrimiento de
América se introdujo en Sevilla, puerto del comercio con
Indias, el chocolate. Los jesuitas, misioneros de allá, y
los dominicos, que en todo se llevaban muy mal, entablaron
una feroz rivalidad sobre si el chocolate debía ser claro o
espeso. Y con este fútil motivo, se dividió Sevilla en dos
bandos irreconciliables, que llegaron a veces a
manifestaciones callejeras, con palizas y heridos.
Cuenta José María de Mena, en su libro El polémico dialecto
andaluz, que en estas banderías se distinguieron los
jesuitas del “Hospicio de Indias”, veteranos de las misiones
de Sudamérica, y los dominicos del convento de Regina
Angerolum, más vinculados a las misiones de México. De ahí
quedó la frase de “las cosas claras y el choclate espeso”. Y
es que los españoles somos muy propensos a la dicotomía.
Aquí se ha necesitado ser de Joselito para denigrar a
Belmonte, y a la inversa; de Manolete, para detestar también
a un formidable Carlos Arruza, o todo lo contrario; del
Madrid o del Barcelona, del Betis o del Sevilla.... Y nunca,
desde luego, para disfrutar plenamente del triunfo de
nuestros ídolos o equipos a los que pertenecemos, sino más
bien con las miras puestas en ver de qué manera podemos
decirle a quienes no piensan igual que están sumidos en el
error y, muchas veces, provocarlos hasta extremos
insospechados.
La banda terrorista ETA, con su anunciada tregua permanente,
además de abrir un resquicio a la esperanza y procurarle un
respiro al Gobierno, ha dividido ya a los españoles en la
misma medida que jesuitas y dominicos lo estuvieron en su
día discutiendo sobre cómo debía hacerse el chocolate que
luego se degustaría en su correspondiente jícara.
No hay más que oír y leer las declaraciones que se han
venido haciendo a raíz de que la voz de una mujer, vestida
de fantasma, y flanqueada por dos sombras de la muerte,
leyera un comunicado que, a buen seguro, habrá servido para
tranquilizar a quienes viven amenazados por los pistoleros.
Lo cual no es moco de pavo. Pues uno, por más que se imagine
la angustia que deben padecer los señalados por la diana de
ETA, nunca llegará a saber el daño que ese miedo puede
llegar a causar en esas personas. Daño irreversible. Y es
que la víctima del miedo, por más que vaya protegida, ha de
conformarse con ser portadora de un organismo que ya no le
responde en toda su plenitud.
A lo que iba. He visto a políticos y periodistas en la
televisión discurseando sin poder evitar que en sus mejillas
se reflejara el disgusto que les produce que el fin del
terrorismo pueda estar recorriendo su tramo final. Porque
una cosa es la cautela, la moderación y el buen tino a la
hora de opinar en relación con lo ocurrido, y otra es dejar
traslucir lo poco que les agrada el que sea ZP quien pueda
pasar a la historia como el hombre que hizo posible el cese
de la violencia en el País Vasco. Y al revés, claro está.
Por lo tanto, ya ha comenzado la división entre las dos
Españas. Una, cuyos componentes viven entusiasmados con la
idea de que lo anunciado por los etarras se convierta en el
final de una pesadilla de muerte. Y otra, compuesta por
ciudadanos que anteponen sus ideas, contrarias al Gobierno
actual, a los deseos que les debe dictar su conciencia: que
se acabe el terrorismo y no mueran más personas.
Los primeros hablan ya de cautela, de moderación en el
decir...; en suma: de no echar las campanas al vuelo. Aunque
en sus rostros se calque la satisfacción. Los segundos,
comienzan ya a llamarles incautos, providencialistas,
listillos, etc, a los primeros. Y todo cuando sólo han
transcurridos dos días desde que una mujer, vestida de
fantasma y flanqueada por dos sombras de la muerte, nos ha
hecho concebir esperanzas.
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