Los hay emperrados en convencerme
de que acepte hacer un programa de fútbol en la televisión.
Y yo siento mucho no poder complacer a la persona que más
avala esa propuesta. Por razones varias. A pesar de que
tengo las ideas muy claras al respecto y, sin ningún tipo de
rubor, puedo decir que sería un espacio muy visto en una
ciudad donde la opinión futbolística carece de relieve en
los medios. Espero que no haya tontos que se me encabriten
por recordar que aquí existe un vacío en lo tocante a contar
cosas con tendencias didácticas en los espacios dedicados al
bien llamado deporte rey.
Una de esas personas que nunca desaprovecha la ocasión para
insistirme en que haría muy bien en ponerme al frente de ese
cometido, no entiende que yo deseche la oportunidad de ganar
más dinero. Y, sobre todo, de dejar muy claro que en el
fútbol hay que comentar lo que todo el mundo comenta y decir
lo que nadie ha dicho. Con pases de imágenes, muchas
imágenes, y no cubriendo la pantalla de posturistas, mimos,
y toda clase de visajes que bien podrían valer para anunciar
cremas que les vayan bien a quienes tienen la cara de
cemento. Mas a mí, por más que me lluevan cantos de sirena,
será difícil sacarme el sí para que me ponga al frente de un
proyecto que dejó de interesarme hace ya mucho tiempo.
Porque, salvo cuatro apuntes espaciados, jamás he querido
agenciarme un espacio de fútbol diario ni tan siquiera en
los periódicos.
También fui reacio a dar el visto bueno a muchas de las
proposiciones que me hicieron en el medio en el que estuve
más de una década: El Faro. Y mira que hubo un tiempo en el
cual trabajé a destajo. Y todo, la verdad sea dicha, porque
tuve la mala suerte de coincidir con algunos directores que
tenían asumido que el trabajo es un azote de Dios. Cierto
que esa dejadez de ellos, una especie de astenia crónica, me
sirvió a mí para ir aprendiendo un oficio con la voluntad
enorme de los autodidactos y poniendo a contribución esa
experiencia de lo vivido en el asfalto.
En El Faro compartí tarea con muy buenos redactores, cuyos
nombres creo conveniente reservarme en esta ocasión. Y
presencié la llegada de los primeros becarios a la
redacción. Hubo una hornada muy buena; me atrevo a decir que
excelente. Y en ella estaba Carmen Echarri. De quien debo
decir que empezó pronto a distinguirse como la menos
preparada del grupo en todos los aspectos. Un problema que a
ella le costaba digerir y que la mantenía siempre en un
estado de inquietud y, desde luego, predispuesta en todo
momento a hacerse la víctima. Y lo tuvo claro: decidió
ganarse la amistad de quienes podían ir al jefe con la
cantinela de que la navarra era muy trabajadora y, desde
luego, lo ponían al tanto de que sólo le faltaba dormir en
la redacción. Famosas se hicieron algunas de sus lipotimias
cuando don Rafael, como ella lo llamaba, estaba en su
despacho. Y allá que acudían todos, menos los becarios
válidos, a darle palmaditas en el rostro y a rociarle éste
con agua fresquita.
Actuando así, la navarrica se dio cuenta de que se camelaba
al editor y, de paso, urdía ya su venganza contra aquellos
becarios que le daban sopas con onda. A partir de entonces,
su ascenso fue imparable y se sentó en un despacho con la
orden de mantener el orden entre los plumillas. Aunque
sometida a la voluntad de un dueño que hacía sus gracietas
sobre ella y destacaba, cada dos por tres, los muchos
complejos que tenía la Echarri. Una Echarri que padece de
misantropía. Y esa aversión que tiene por los demás la
convierte en una persona dispuesta a meterse en muchos
jardines. Ahora, en vista de que no sabe salir del dédalo en
que se encuentra, trata de escupir hacia arriba. Seguro que,
antes o después, su bilis le caerá encima.
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