Ernesto Valero, empresario de
éxito, tomó un buen día la mala decisión de acceder a la
presidencia de la Asociación Deportiva Ceuta, animado por
varias personas que odiaban a José Antonio Muñoz. Y lo
primero que hizo, nada más tomar posesión de su cargo, fue
declarar que no le gustaba el fútbol y que, por tanto,
tampoco lo entendía. Y, desde luego, dejó bien claro que
había ido muy pocas veces al Alfonso Murube.
Las manifestaciones del presidente, desafortunadas, tuvieron
su opinión favorable en quienes dijeron que no le hacía
falta saber de fútbol a Ernesto Valero, puesto que éste
había acertado a la hora de elegir a unos colaboradores
capaces de formar una plantilla compuesta por muchos
jugadores locales, y con aspiraciones de mantenerse con
holgura en la categoría.
Días más tarde, Ernesto Valero, con las ilusiones que
generan los cargos recién estrenados, dejaba a un lado la
modestia y lanzaba a los cuatro vientos que las intenciones
de la AD Ceuta estaban puestas en el ascenso. Y, sobre todo,
le obsesionaba algo: recuperar la imagen del equipo. De ahí
que no dudó en ordenar que un coche, equipado con megafonía,
paseara por la ciudad, anunciando que él recuperaría el
prestigio perdido del club.
Fue lo del coche, sin duda, un acto de vileza y un error
lamentable de Ernesto Valero y su junta directiva. Porque lo
que vomitaba la megafonía, entonces, era la inquina que los
emboscados valedores de Valero le tenían al ex presidente.
Pues ese grito público de vamos a recuperar el prestigio
perdido, contenía todos los ingredientes necesarios para
vilipendiar a José Antonio Muñoz.
De manera que al exitoso empresario, Ernesto Valero,
acostumbrado a tomar decisiones importantes en sus negocios,
lo estaban usando como vocero de quienes en la sombra habían
maquinado una operación de acoso y derribo contra el editor
de El Pueblo. Y para ello, qué mejor que principiarla
quitándole lo que ellos consideraban su juguete preferido:
la presidencia del equipo que José Antonio Muñoz hizo crecer
desde abajo hasta convertirlo en un grande de la Segunda
División B.
Reconozco, que cuando a mis oídos llegaba el mensaje del
coche anuncio, me entraban unas ganas locas de escribir
ciertas cosas que me eran conocidas. Pero también es cierto
que era el propio Muñoz quien me hacía desistir. “No quiero
que empiecen a decir que trato de desestabilizar a los
nuevos directivos”. Luego, los insultos se trasladaron a la
página web del club, y tampoco los rectores de éste pusieron
los medios adecuados para evitar que se tratara de dañar
gravemente la imagen del ex presidente.
Mientras tanto, y al margen de los pronósticos que hicimos
sobre lo que podía ocurrirle al equipo, uno accedió a ir al
Murube durante cinco partidos. Partidos suficientes para
opinar sobre los males de un conjunto que estaba condenado a
pasarlo muy mal. Por razones claras: la lentitud de algunos
jugadores y los fichajes desacertados de otros, suponían un
serio handicap para el rendimiento del equipo.
Pues bien, José Antonio Muñoz volvió a pedirme,
encarecidamente, que no opinara de los males del equipo. Por
razones obvias. Sin embargo, Ramón María Calderé comenzó a
meterse en camisa de once varas. Es decir, creyó que
arremeter contra el ex presidente y su hijo, constantemente,
sería actitud muy apreciada en el seno de una directiva que
él consideraba ingenúa en muchos aspectos. Craso error.
Ahora, en el momento del adiós, Calderé se habrá dado cuenta
de que su gran desgracia ha sido la que le dijeron un día en
este periódico: “No haber tenido de presidente a José
Antonio Muñoz”. Adéu, Calderé.
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