Hemos vivido días de gran tensión
en una ciudad donde las religiones no deben generar motivos
de enfrentamientos. Ni las religiones, ni las costumbres, ni
las tradiciones de unas comunidades cuyos miembros estamos
obligados a convivir bajo la consigna del respeto mutuo.
Aunque en el empeño nos toque a todos ceder en altanería y
hacer verdaderos alardes de sentido común.
De lo contrario, si nos puede el orgullo desmedido y caemos
en la trampa de desdeñarnos por sistema y hacernos a la idea
de que la convivencia es imposible porque hay muy pocas
cosas que nos puedan unir, estaremos dejando el camino
expedito para que los radicales de ambas partes piensen que
les ha llegado la hora de hacerse notar. Y entonces, salida
la pasta de dientes del tubo, difícilmente podremos
devolverla al interior de éste.
¡Y claro que hay cosas que nos deberían unir!...: el deseo
de aprovecharnos de lo mejor de cada comunidad y procurar
que los jóvenes adquieran en el intercambio unas
pertenencias indiscutibles. Jóvenes formados y valedores en
todo momento para tejer lazos de unión entre partes
necesitadas de mucho razonar y comprensión.
Debo confesar que seguramente me estoy ganando el derecho a
que se me tilde de utópico y soñador. Pues bien, aceptado de
antemano está el que sea así, pero lo que no podemos
continuar, tras lo ocurrido, es pensando que distintas
culturas pueden vivir sostenidas por unos cimientos débiles,
que han soportado cargas enormes y que con el paso de los
años vienen dando muestras de fatiga y que ni siquiera les
vale ya con el apuntalamiento del edificio en situaciones
donde parece que se puede venir abajo.
Esta vez, la disputa se ha generado por unas letras
irrespetuosas de una chirigota, y mañana será por otro
motivo bien distinto. Ya que, según están las cosas,
cualquier sentimiento herido servirá de pretexto para que
surja la bronca y los disparates sean muchos.
Por lo tanto, bien harían los políticos en darse cuenta de
que tienen por delante una tarea que, por ciclópea que sea,
no tienen más remedio que afrontar bajo el lema de la unión.
Lo cual, dado lo que sabemos y estamos viendo, nos parece
tan complicado como hacer posible que la utopía acabe
sometida a la voluntad de una realidad necesaria.
Una realidad basada en un interés mutuo de aprendizaje en
todos los sentidos. ¡Cuánto daría yo por encontrarme ahora
en esa edad donde me fuera posible aprender varias lenguas y
saberme de memoria hábitos, costumbres, tradiciones..., de
otras comunidades! Puesto que atiborrándome de pertenencias,
posiblemente se reducirían mis miedos, mis fobias, mis
complejos y hasta no caería en el problema que plantea
diariamente la susceptibilidad herida. Y con ese interés por
adentrarme en los vericuetos de la cultura del otro, tal vez
lograría que ese otro me imitara.
La susceptibilidad, que en esta tierra está a flor de piel,
ha estado siempre maniatada por el proceder de unos adultos
que han sabido en todo momento conciliar antes que
enfrentar. Y sería injusto destacar quienes han soportado
más y mejor los inconvenientes que han ido surgiendo entre
comunidades. Si bien hay una verdad que conviene no echar en
saco roto: los tiempos son otros y los jóvenes están más
predispuestos a la rebelión que a mantener la calma. Un
peligro que ha dejado de ser latente para convertirse en una
manifiesta forma de proceder. Y es ahí donde las
autoridades, tanto religiosas como políticas, han de poner
sus cinco sentidos para que la belicosidad de esa juventud
no sea aprovechada para defender intereses espúreos.
¡Qué gran momento, Dios, para hombres con talento y carentes
de particularismos!
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