Siete y media de la tarde del viernes, la manifestación
pacífica convocada por la convivencia y contra el racismo
marcaba su fin. Los convocantes, feclicitándose por el éxito
de la marcha que transcurrió por los cauces normales no
esperaban lo que, finalmente tras la dispersión de los
manifestantes, sucedió.
Un grupo de energúmenos recorrían, a modo de Atila, las
céntricas calles de la ciudad y, amparados en el anonimato
del numeroso grupo, la emprendían a golpes con el mobiliario
urbano que encontraban a su paso. Revellín arriba, los
elementos incívicos la tomaron con escaparates de los
comercios que encontraban a su paso. Miradas amenazantes a
los transeúntes, carreras, gritos y los ciudadanos
indignados. Mujeres con bebés en los carritos huyendo al
mínimo refugio que proporcionaban las calles adyacentes al
centro. Sillas de cafeterías ubicadas en las afueras volaban
hacia el interior. Piedras extraídas de las obras de Plaza
de los Reyes se estamparon contra escaparates. La ciudadanía
presente en las calles en esos veinte o treinta minutos de
caos sintieron la indignación en sus propias carnes.
Teléfonos en mano, las llamadas al 091 y al 092 se sucedían
por doquier. Sólo dos detenidos al final.
Empujones, insultos, bravuconadas... “no cerreis los
comercios, si no os vamos a hacer nada ja, ja, ja”. El grupo
-la mayoría de menores incontrolados-, que se movía con
excesiva libertad creando el temor entre la población, no
encontró freno apropiado en una respuesta policial que no
estuvo ni prevista, ni bien coordinada.
Las consecuencias últimas de la fatídica escalada iniciada
hace dos semanas tras la final de agrupaciones carnavalescas
la sufrieron los viandantes y los empresarios. Ese fue el
pensamiento generalizado de los ceutíes presentes en la zona
‘caliente’ de ese descontrolado vandalismo callejero. Todos
reconocían la impotencia y la indignación de no encontrar
respuesta policial pese a sus llamadas de auxilio.
Recorrí las calles del centro y sí vi policias locales y
nacionales. Observé un grupo de unos doce agentes de la
Local perfectamente pertrechados con material antidisturbios
en actitud de espera en la calle Pedro de Meneses. La
Policía Nacional a la carrera, porras en la mano tras los
alborotadores y, agentes de la local tras de algunos otros
de estos incívicos individuos. Pero fueron actuaciones
tardías, a decir de los ciudadanos. “El maremoto ya ha
pasado”, decían. “Tenían que haberlo previsto, pagamos
impuestos para que nos protejan”, comentaban indignados ante
la aparente descoordinación policial denunciada.
Los alborotadores no sólo intentaron ‘palestinizar’ el
Revellín y asustar a los ciudadanos de orden, sino que
arremetieron más tarde contra la línea de autobuses de
Príncipe Alfonso. La tomaron con el conductor y con el
vehículo. Tanto y tan grave, que los trabajadores ya tenían
ganas de plantarse y eliminar cualquier servicio público
hacia la zona. Algo que todavía no se ha resuelto.
Los agentes básicos de la Policía Nacional y de la Local
coincidían “recibimos órdenes de nuestros mandos y éstos de
sus superiores”.
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