Hemos vivido unos días donde las
televisiones, Canal Plus y la Sexta, han tenido la
oportunidad de mostrarnos cómo se puede manipular a un
pueblo contándoles el cuento del alfajor en su versión
hiperbolizada. Tomados los micrófonos por fanáticos de un
fútbol donde el juego de la selección era considerado como
lo nunca jamás visto, éstos hicieron creer a los aficionados
que estábamos en disposición de llegar a la final y de
ganarla.
A ningún profesional de los medios, ni hablados ni escritos,
les dio por analizar los pequeños detalles, negativos, claro
está, que impiden el que un equipo consiga salir airoso de
una prueba tan dura cual es un Mundial. Todo era un canto,
sin solución de continuidad, a las excelencias de unos
futbolistas mimados y a quienes se les ensalzaba como si
estuvieran enseñándoles al mundo cómo se juega al fútbol:
con una belleza que marcaría un hito en los mundiales.
El mensaje era claro: Luis Aragonés ha conseguido
reunir a una generación de “jugones” que van a arrasar con
un “tiquitaca-tiquitaca”, para que la vida sea maravillosa.
¿Verdad, Salinas?... Y Salinas, un vasco,
catalanizado él, asentía, una y otra vez, a las palabras y a
las salidas de tono, sin venir a cuento, de un showman lo
más parecido a un locutor de los años 50 de la vida
estadounidense.
Llegaban las comparaciones, en tertulias adecuadas al efecto
de lo televisado, y se finalizaba diciendo que el medio
campo de España era superior a todos los demás. Y que la
posesión del balón nos daría los triunfos necesarios para
acceder a una final contra Brasil o Alemania.
La locura y el fanatismo se convirtieron en histeria, nada
más acabar el partido contra los ucranianos. Xavi, el
azulgrana, era el que había inventado el fútbol; el otro
Xabi, el del Liverpool, se bastaba y se sobraba para
imponer un orden poderoso por delante de sus defensas; Con
Cesc, España ganaba un toque de distinción que permitía
soñar con las mejores gestas.
El único que no encajaba en todo ese tinglado de exaltación
deportiva-patriótica, era Senna. Y aunque no podían
boicotear su saber estar en el césped y sus aportaciones,
siempre magníficas, como corresponde a un futbolista bueno,
le miraban por encima del hombro. Y es que a muchos les
fastidiaba que en medio de ese grupo de jugadores blancos,
talentosos y jóvenes, existiera la mancha de un brasileño
nacionalizado, cuyo color rompía la armonía de una España
que no se quiere dar cuenta de que ganaremos un Mundial
cuando los hijos de los inmigrantes hagan de lo negro y lo
blanco una matización poderosa en todos los aspectos.
Ante esa actitud, el seleccionador no podía sustraerse a la
idea de que dejar fuera del equipo a Raúl era una
herejía. Necesitábamos a alguien que, como símbolo de
Madrid, pusiera la nota de mirada alta al sonar el himno y
que a mí me produce la impresión de que el fervor patriótico
debe estar entre las nubes. Lo lamentable es que Raúl no es,
desde hace ya tiempo, incluso desde antes de lesionarse, el
jugador que llega, según Fernando Hierro, como
un Ferrari.
Pues bien, en medio de ese fervor populista, insultante
hacia los demás -maltratamos a los franceses y a su himno-,
nunca oí decir que Puyol jugando de central por la
izquierda y cuando lo llevan a la banda, es vulgar, fallón y
desbordable. Que Sergio Ramos está encorsetado
como lateral derecho. Que Casillas sigue siendo una
castaña en el juego por elevación y alguien que jamás sabe
manejar el ritmo de un partido -¿les suena el nombre de
Buffon?-. Y que nuestro medio campo, en conjunto, a lo
que juega es al futbolín.
Ah, Ucrania sigue un partido más y Zinedine Zidane
no se ha jubilado. A ver si aprendemos de lo ocurrido.
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