Destinaron a Córdoba un obispo
vasco que se pirraba por el fútbol. Era la época de
Marcel Domingo como entrenador y el equipo se
mantenía en la Primera División gracias a que en el Arcángel
era casi invencible. De pronto, con la nueva autoridad
eclesiástica sentada en el palco, los cordobeses empezaron a
no dar pie con bola y los puntos volaban. Un desastre. Los
directivos creyeron que tan mala racha se debía a que el
obispo era gafe. Y hasta se reunieron para tomar el acuerdo
de que alguien, la persona del club con más tacto, le dejara
caer lo que estaba pasando.
De todos modos, el obispo, buen aficionado, que había
seguido la trayectoria del equipo verdiblanco, antes de su
llegada a la ciudad, se percató de que su presencia en el
palco suscitaba recelos de gafancia y ansiaba con toda su
alma que se produjera ya una victoria local. Sucedió, tal
vez por las muchas plegarias clamadas, que cuando estaba a
punto de renunciar a su presencia en el palco, antes de que
le fuera impuesto por la vía de las miradas a hurtadillas y
los gestos desconsiderados, que el Córdoba ganó su primer
partido con él en el campo. Y el obispo, sin poder
aguantarse, saltó como un resorte y exclamó:
-¡Coño, ya era hora de que ganase el Córdoba y de que
ustedes dejaran de pensar que yo soy gafe!...
Los gafes existen. Claro que existen. Y cuando las personas
son tachadas de serlo y lo saben, suelen sufrir lo
indecible. Me imagino que Luis Yáñez, reputado
socialista sevillano, hubiera preferido mil veces ser
tildado de cualquier guasa antes que de tener mal bajío.
Porque en cuanto aparece por algún sitio las gentes se ponen
a tocar madera o cualquier objeto antijettatura que tengan
más a mano.
Jaime Capmany era quien más sabía en España sobre
gafes, aguafiestas, cenizos, manzanillos... Un inciso: hace
pocos días se cumplió un año de la muerte del mejor
columnista de España, y su hija, Laura, lo recordó
con un artículo sensacional en ABC.
Sigo. Jaime Capmany, según decían, había desarrollado una
facilidad pasmosa para descubrir a las personas que con su
sola presencia eran capaces de estropear cualquier
celebración o tirar por tierra las aspiraciones de artistas,
toreros, futbolistas, o desgraciar negocios de la noche a la
mañana.
Todo lo dicho viene a cuento porque al igual que se conoce
que Alfonso XIII era un gafe de muchos quilates,
Juan Carlos es todo lo contrario. De ahí que
recién terminado el partido entre España y Arabia Saudí,
Luis Aragonés declarara, después de haber hablado
unos minutos con el Rey, que éste tiene buen bajío.
Bajío que, según el seleccionador, delegará el Monarca en el
Príncipe. Puesto que será éste quien asista al partido
contra los franceses. De manera que ya pueden don Felipe
y doña Letizia comparecer en el estadio habiendo
invocado a todos los santos de sus preferencias para que
Luis Aragonés no deba acordarse del padre del niño. Ya que
el seleccionador es de los que están convencidos de que hay
manzanillos capaces de acabar con las ilusiones que él ha
puesto en llegar a la final del Mundial.
Ahora bien, al margen de mala sombras, cenizos, aguafiestas,
manzanillos, gafes y gente con la jettatura pegada a los
talones, existen dos cuestiones primordiales para que
Francia no corte de raíz todas las esperanzas que hay
puestas en la selección española. Primero, que a Domenech,
seleccionador, tan francés él, tan catalán él y tan poco
español, aunque su padre lo fuera, se le ocurra dejar fuera
del equipo a Zinedine Zidane. Segundo, que si lo
alinea no haya alguien capaz de impedirle jugar a su aire
por más que haya cumplido 34 años y esté dando muestras de
estar acabado. No hacerlo sería un suicidio. Es decir, sería
nuestro gran gafe.
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