En relación con los entrenadores
de fútbol se suscita siempre la misma discusión: ¿es
necesario para serlo haber sido jugador y, aún más, haber
sido un extraordinario jugador? Cierto que este debate
perdió fuerza hace ya muchos años; aunque de vez en cuando
haya profesionales, no muy afortunados, que traten de
reavivarlo para ponerse de parte de quienes piensan que es
indispensable haber sido futbolista y, a ser posible,
famoso.
Luego, resulta que hasta Luis Aragonés, aprovechando
un año sabático, se fue a Milán para aprender de Arrigo
Sacchi cuando éste irrumpió en el fútbol con ideas
nuevas y aceptadas por un grupo de figuras, alguna que otra
a regañadientes, que sabían que el hombre que los
aleccionaba había sido vendedor de zapatos, y nunca
futbolista.
Sin embargo, uno mentiría si no dijera que haber sido
profesional del balón, durante años, permite al entrenador
conocer, en toda su amplitud, el comportamiento de los
jugadores y los problemas con los que se va a enfrentar
desde el primer día que se siente en un banquillo.
Situaciones desagradables que se repiten en cualquier
categoría como consecuencia, casi siempre, del disgusto de
quienes no juegan y del mal talante que, más pronto que
tarde, suelen sacar a relucir. Por tal motivo y por la
enorme presión a la que es sometido el entrenador, ya sea
porque el equipo no consiga los objetivos previstos o bien
porque su juego no está acorde con las exigencias deseadas,
sea éste la persona más solitaria del mundo.
Mucho se ha escrito y se ha hablado de la soledad de los
entrenadores. De cómo se les va agriando el carácter y de
qué manera se les nota cada vez más desconfiados de cuanto
los circunda. Terminan dando la impresión, en muchos casos,
de andar siempre dispuestos a saltar a las primeras de
cambio, por un quítame allá esas pajas. Y hay épocas,
incluso, donde hablarles es exponerse a que respondan con
acritud y mirando de manera altanera a quienes les parece
que hacen preguntas necias. Y qué decirles del
comportamiento que algunos muestran cuando están en familia:
a veces es preferible que los suyos les dejen rumiando sus
problemas y procuren no interrumpirles lo más mínimo.
Luis Aragonés sabe mejor que nadie, pues él nunca fue de
trato fácil para sus técnicos, que los peores enemigos de
los entrenadores son los jugadores que están en el
banquillo. Los cuales, permítanme la vulgaridad, no tienen
ni un pase. Los suplentes, por más que los haya buena gente
y con cierta educación, nunca aceptarán el jugar poco. Y
ello los convierte en seres predispuestos a meter la pata y
a buscar el motivo más nimio para sentirse heridos en su
susceptibilidad y hacerse notar cada dos por tres. Y, desde
luego, para mostrar lo peor de sí mismos.
El seleccionador nacional, que sabe del asunto, por viejo y
por diablo, lo que no hay en los escritos, pensó en su día
que la defensa a ultranza de Raúl, en los momentos en
que éste era puesto en la picota, le iba a valer para que
éste mantuviera las formas por su condición de suplente en
Alemania. Vio en ello Aragonés una manera de trajinárselo
tan digna como otra. Pero que jamás dará buenos resultados
en el mundo del fútbol. El agradecimiento de los
profesionales del balón, al entrenador que les tiende la
mano en situaciones de apuro, caduca en el instante donde
éste no ve posibilidades de alinearlos como titulares. Lo
que me extraña muchísimo es que Luis Aragonés, a estas
alturas de su vida deportiva y a su edad, se haya empeñado
en darles tanta explicaciones a quienes no juegan. Pues
hablando con corrección y actuando con justicia, sobra la
coba por sistema. Ahora bien, si se da ese paso no caben
hacer distinciones.
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