No se puede decir que la selección
española no acerca el sentimiento ciudadano. La mejor prueba
es la expectativa que ha despertado el conjunto que Luis
Aragonés se ha llevado al Mundial de Alemania. Tras varias
ediciones mordiéndose las uñas ante el televisor, después de
renquear hasta la tercera eliminatoria definitiva; de la
orden de búsqueda y captura ordenada por los corazones
futboleros contra Tassoti; de llorar desconsoladamente por
el gol fantasma frente a los brasileños en los sesenta; o de
jurar que nunca compraría tecnología coreana, el aficionado
español, en esta ocasión, se abraza al resto de la marea
rojigualda y entona el “hasta cuartos, oé, hasta cuartos, oé”
con sentimiento, con pasión, convencido de que España jugará
como nunca y perderá como siempre. El corazón no está para
muchos trotes. No se puede llegar al Mundial con esas ganas
de comerse a los Emiratos Árabes y luego tener que pedir la
hora. El aficionado español, con la ayuda de himnos,
campañas televisivas y alientos varios, se emociona, se
compra la camiseta y coloca una fotografía de Manolo el del
Bombo encima del televisor. Y antes de darse cuenta tiene
que desmontar el chiringuito porque la selección ha vuelto a
caer en cuartos, en un partido injustamente perdido, ante un
equipo que no ha merecido ganar en los penaltis, y que
encima no le ha echado sentimiento. Así que este año,ha
reflexionado, y antes de tener que darle al prozac, ha
decidido tomárselo con humor. Antes de ver un partido
-aunque España juegue contra Papúa Nueva Guinea- se
mentaliza y recuerda con nostalgia aquel mundial de Estados
Unidos, cuando España aspiraba a quedarse con el trofeo
dorado. ¡Ilusos! Se toma su cerveza y hace una quiniela
racional: Alemania (una selección fuerte y, encima, la
anfitriona), Brasil (una apuesta segura) o Inglaterra (qué
les vamos a enseñar a estos). Y respira tranquilo. Así que,
lo mismo este año, la selección de la que nadie espera nada
va y gana.
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