Días atrás vi el Debate del Estado
de la Nación, en la parte que suponía más atractiva: las
disputas entre el presidente del Gobierno y el jefe de la
oposición. Y lo hice pensando que tenía una nueva
oportunidad de recrearme en la oratoria de Mariano
Rajoy. Cuyo verbo en la tribuna del Congreso suele
alcanzar momentos brillantes y se convierte en lo que
Ortega llamaba un tenor, pero cubriéndose las espaldas
con colmillos de jabalí prestos a darle las dentelladas
precisas a ZP.
Más no sé por qué causa me encontré con un Rajoy apagado,
dubitativo y, sobre todo, carente de esa lucidez
parlamentaria que ha derrochado en otras ocasiones y que a
mí me ha encandilado. Cierto es que en su primera
intervención, cuando la tarde invitaba a la siesta, noté lo
mucho que le costaba hablar con fluidez. Es decir, que se
atrancaba a cada paso. Y lo achaqué, inmediatamente, a que
estaba repitiendo la comida que, a buen seguro, no habría
sido ni frugal ni adecuada. Y es que don Mariano ha ganado
fama de ser un comilón a quien hay que atar en corto, en
situaciones así.
Muy mal estuvo el jefe de la oposición. Lo cual le permitió
a ZP salir más vivo que nunca de un debate que estaba hecho
a la medida para que su oponente le hubiera zurrado la
badana hasta sacarle del hemiciclo con las orejas agachadas
y sumido en un estado de preocupación enorme.
Pero, y contra pronóstico, quien estuvo mejor que nunca fue
el presidente del Gobierno. Y ello produjo el consiguiente
abatimiento entre las filas populares. Aunque semejante
desánimo dio paso, con gran celeridad, a un ataque
sistemático contra el ganador del debate. Un necio, dicen,
que está poniendo a España al borde de la ruptura y que se
ha echado en los brazos de ETA para acabar con el PP.
Incluso hemos asistido, en estos días, a un cambio radical
en el tratamiento que venía recibiendo el juez Grande
Marlaska por no haber enviado a la cárcel a los
elementos principales de Batasuna. Antes un magistrado tan
celebrado y ahora acusado de haberse amoldado a “la realidad
social del momento”. Y muy pronto lo tacharán de haber
contribuido a la quiebra del imperio de la ley.
Lo cual es una postura que, de no ser porque está en juego
el que unos terroristas no maten nunca más, sería motivo
suficiente para dudar de la buena fe de quienes están dando
muestras inequívocas de querer enfrentar a los españoles en
una contienda donde los odios vuelvan a reverdecer y se haga
realidad una estructura social proclive a dirimir las
diferencias con las armas en las manos.
Me decía Fernando Savater, durante una
conversación en el hotel Tryp, meses atrás, que el
nacionalismo es una enfermedad (mental y moral). Y como
otras enfermedades, puede ser grave o leve, incluso puede
curarse, en algunos casos...
A mí me parece que ZP tiene todo el derecho del mundo a
creer que él puede ser el sanador de esos enfermos en la
misma medida que, en su día, González y Aznar
intentaron pasar a la historia como galenos que devolvieron
a esos vascos, obsesionados con destrozar nucas contrarias a
sus delirios de pasado singular, a un estado de cordura. Y
si falla en el intento, tiempo habrá de hacerle pagar en las
urnas sus errores y sus prisas. Todo antes que decirle a los
españoles que la nación está en peligro de perecer, que la
degeneración de la especie ha empezado, y que sobre nosotros
se ciernen innumerables tragedias.
Menos mal que entre la desgracia de Rocío Jurado,
las actuaciones de Nadal, y el Mundial de Alemania,
el catastrofismo interesado de Jiménez Losantos
se lo pasan los españoles por las partes húmedas. Pues si
no, este tío es muy capaz de lanzarnos a las calles con
bayonetas.
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