Por ir contra corriente, me
empeciné en el artículo de ayer en no lanzarme a redactar
poéticas necrologías bien fundamentadas y escritas en
andaluz, es decir, con el giro lingüístico meridional y
sureño que tanto enriquece nuestro idioma. Evité hablar y
centrarme en la muerte y un lector marisabidillo y respondón
me llama al orden por e mail y me reta a que hable de los
ausentes ,o, como se dice en la provincia de Cadiz y en
Gibraltar “los descansados”, porque, realmente, si han
logrado llegar a la luz con su cuenco de arroz bien lleno de
dar y recibir amor, descansan en paz.
El problema no es del que parte hacia la eternidad sino de
los que se quedan, irremediablemente sumidos en la
desolación y en el dolor de la ausencia. Dicen los
psiquiatras y los neurólogos, que el dolor del luto dura
tres años, igual que la pasión amorosa profunda, de durar
más ambos sentimientos, dicen que no podríamos soportarlo
mentalmente y ante los embates de neurotransmisores
enloquecidos, los resultados serían calamitosos. Tres años
de duelo, después se supera. Lo dicen los médicos y deben
tener su parte de razón, pero en mi caso he tenido la
terrible experiencia de ir contra la Ley Natural y
sobrevivirle a un hijo mayor, o a un hermano pequeño, mi
querido Gabriel Pineda de las Infantas, que hizo mil veces
labores de vástago conmigo y así siempre le consideré.
Desengáñense, el sobrevivirle a un hijo no se supera jamás,
ni en tres años de tristeza ni en tres siglos de recuerdos,
los científicos pueden decir misa, pero cien veces al día me
viene a la cabeza mi Gabriel, sus mañas, su increíble
generosidad, su absoluta falta de pudor a la hora de
manifestar los sentimientos porque no era ningún tarado
emocional, sino un ser equilibrado, con el defecto de
recoger y hacer sus mascotas a perros granujientos. El
primogénito que nunca tuve y al que temo rememorar
vocalizando porque me acusan de pesada y obsesiva.
En este tema tan solo cuento con la comprensión de aquel que
fue en vida el mejor amigo de Gabriel, Hamadi Amar Mohamed,
mi referencia intelectual del Islam moderno y uña y carne
del fallecido. Cuando me avisaron aquella mañana, recién
nacida mi ahijada Paula de que su padre había muerto, Hamadi
fue el primero y el único en recibir mi llamada “Hamadi,
Hamadi, Gabriel se ha matado” y una respuesta “Ya voy” y
vino y estuvo en el funeral. Que no fue tan espectacular
como el de la más Grande, ni con representación
institucional y encima le incineraron cuando él habría
querido descansar junto al mar en su amada tierra de Tánger,
porque lo mismo que ana rifía sin complejos, mi hijo
grandullón iba por la vida ejerciendo de tangerino y
haciendo bromas de doble sentido y que tan solo a él le
hacían gracia, en perfecto árabe.
Duele la ausencia, allí, junto al féretro de Gabriel no
habían docenas de fastuosas coronas de flores, ni los
Marismeños cantaron la salve, ni tan siquiera se molestaron
en ponerle música de Carlos Cano, el cura oficiante hizo
“clic” en un botón y sonó una musiquilla ramplona que es la
que acompaña a todos los funerales en esa sede industrial de
la muerte que es el desagradable, impersonal y cutre parque
cementerio Parcemasa de Málaga. Gente no demasiada, algunos
buenos amigos y otros a buitrear y confirmar que mi hijo
querido estaba bien muerto y que, el mejor abogado penalista
que ha dado Andalucía dejaba de ser competencia. Comulgamos
media docena, luego la tenebrosa cremación y a arrojar las
cenizas al circuito de motos de Jerez cuando el era amante
de la mar y del paisaje hermoso de Marruecos ¿Qué coño
pintaban sus cenizas en un grasiento circuito?. Eso si, se
ahorraron la tumba, que lo de las cremaciones, tan de moda,
es muy echamano, en las playas de mi barriada, el Palo,
algunos marineros han escrito un cartel que ponen en sus
barquitas “Se echan muertos al mar” ¡Y miren ustedes que las
aguas del mar suelen estar frías y su profundidad es
oscura!.
Los descansados… Cenizas arrojadas y ningún punto de
referencia, ningún lugar adonde ir a rezar, aunque yo nunca
estuve de acuerdo ni me conformé, así que acudí al pequeño
cementerio marinero de el Palo y allí seleccioné una
sepultura que parecía abandonada desde años antes y en la
que no rezaba ninguna inscripción, tan solo una humilde cruz
de madera verde, así que fui y la robé. Me quedé con la
tumba, removí la tierra reseca, enterré una foto de mi amigo
y allí acudo a poner flores y ahora estoy meditando como
ganarme la confianza del enterrador para que me permita
plantar un ciprés que es el árbol de la paz y hacer un
sepulcro en condiciones, un lugar de oración y recogimiento,
un punto de referencia para el recuerdo. ¿Qué no soy más que
una ladrona de tumbas ajenas? Bueno, pues les digo como a
Fernando ¿Qué que le digo a Fernando? Pues le digo “Que te
vayan dando”.
Las palabras no describen la realidad, las palabras “crean”
la realidad. Tras la cremación exclamé “¡Esto es un cutrerío,
yo le buscaré a mi hijo mayor una tumba!” Y se la busqué y
ahora es mía ¿Qué el panteón de la más grande es magnífico?
Pues la sencilla tumba de mi amigo querido tiene una cruz
verde que debe ser de los cincuenta y creo que la comparte
con un hombre de la mar, con un marengo paleño, hartito de
trabajar y de faenar al trasmallo ¿Qué mejor compañía que un
pescador para un tangerino como mi Gabriel?. Los
descansados…Tres años de duelo ¡Ojalá siempre fuera así!
Pero hay excepciones y yo he tenido la dicha o la desdicha
de ser una de ellas.
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