Mira que el repertorio de Rocío
Jurado está repleto de coplas que rivalizan en ser tenidas
por la mejor. Mira que era difícil elegir, de entre todas
ellas, una que diera vida a un artículo para que hiciera de
la Tercera de ABC un monumento a la vida de Rocío y
un canto a los sentimientos de una artista genial, única e
irrepetible, además de ser una mujer que el pueblo había
elegido como suya y le había concedido a perpetuidad el
título de “La más grande”.
Pues bien, la elección la hizo el maestro Antonio
Burgos, y, claro, el milagro se produjo en un santiamén.
Es verdad que no podía ser otro que el maestro sevillano
quien titulara la Tercera con ese Que daría yo, Rocío... Por
empezar de nuevo. “Aquella evocación de cine de verano.
Primeros versos de amor y niñas que vienen tarde a casa, que
te escribió José Luis Perales”.
Ay, Antonio Burgos, con tu acierto, y esa escritura sonora
tan tuya y tan torera, de hondura y verdad y revestida con
los adornos adecuados para la ocasión luctuosa, has cuajado,
sin duda alguna, una faena memorable en honor de quien te
tenía entre sus antonios predilectos. Esos tres o cuatro
hombres que pusisteis, desde hace ya muchos años, vuestra
inteligencia y saber decir bien las cosas al servicio de una
estrella que por serlo gustaba de cuidar a sus amigos y
juntarse con la gente del pueblo. Porque ella, demostrado ha
quedado, que era pueblo y éste le ha respondido con ese
adiós multitudinario que, a tantos intelectuales de tres al
cuarto, les sienta como un balonazo en las partes nobles.
Me consta que tú, maestro Burgos, eres artista que has
conseguido ya varias puertas grande. Sin ir más lejos, lo
lograste con aquel sentido homenaje a tu padre, en tiempo
donde la llegada de los vencejos anuncian que ya es Semana
Santa en Sevilla. O cuando nos contaste un día, así como
quien está lidiando entre amigos, la anécdota de Juan
Araujo. Aquella discusión del futbolista con el Cristo del
Gran Poder, por cosas mayores, como es la muerte de un hijo,
y que terminó en una reconciliación hermosa. Una historia
que invita a tener siempre la razón y la fe colocadas ambas
en la mesita de noche donde descansan nuestro continuos
desvelos.
Sí: una vez más te diré maestro que has acertado con el
título que le pusiste a tu enorme artículo de ABC, el
viernes pasado, en honor de esa chipionera que llegó a
Madrid, casi cuando aún su madre esperaba en la ventana la
llegada de esa hija que venía del cine de verano. Porque
ésta sabía que en los cines de verano se robaban los
primeros besos de amor. Y allá que se fue con la hija a
aquel Madrid donde los que no triunfaban podían quedarse
pegados al asfalto de la escasez y de la indiferencia. No
fue el caso de Rocío; aunque en el camino tuviera que
apechugar, incluso, con la falta de estilo de una señora,
doña Concha Piquer, como respuesta a la ayuda
solicitada por una niña que llegaba dispuesta a comerse el
mundo con su voz. Y todo porque la había oído cantar y se le
habían metido en la barriga los tigres de la envidia. La
envidia, maestro Burgos, la envidia: esa pasión del alma que
es universal pero que a los españoles nos corroe mucho mas
las entrañas y nos pone al borde del disparate.
Y por ella, por ese sentirse mal del bien ajeno, ya
empezarán no pocos a decir que son excesivas las
demostraciones de júbilo llorado que está recibiendo “La más
grande”. Ser el muerto en el entierro, en este entierro de
la Jurado, comenzará a ser algo que haya prendido ya en el
fuero interno de quienes no conciben tanto derroche de
pasión favorable en honor de tu querida amiga: Rocío Jurado.
Pero tú, Antonio Burgos, le has hecho una despedida, la que
nunca hubieras querido hacerle, de puerta grande. Como no
podía ser menos, maestro.
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