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OPINIÓN - DOMINGO, 4 DE JUNIO DE 2006

 

OPINIÓN / EL OASIS

Antonio Burgos
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

Mira que el repertorio de Rocío Jurado está repleto de coplas que rivalizan en ser tenidas por la mejor. Mira que era difícil elegir, de entre todas ellas, una que diera vida a un artículo para que hiciera de la Tercera de ABC un monumento a la vida de Rocío y un canto a los sentimientos de una artista genial, única e irrepetible, además de ser una mujer que el pueblo había elegido como suya y le había concedido a perpetuidad el título de “La más grande”.

Pues bien, la elección la hizo el maestro Antonio Burgos, y, claro, el milagro se produjo en un santiamén. Es verdad que no podía ser otro que el maestro sevillano quien titulara la Tercera con ese Que daría yo, Rocío... Por empezar de nuevo. “Aquella evocación de cine de verano. Primeros versos de amor y niñas que vienen tarde a casa, que te escribió José Luis Perales”.

Ay, Antonio Burgos, con tu acierto, y esa escritura sonora tan tuya y tan torera, de hondura y verdad y revestida con los adornos adecuados para la ocasión luctuosa, has cuajado, sin duda alguna, una faena memorable en honor de quien te tenía entre sus antonios predilectos. Esos tres o cuatro hombres que pusisteis, desde hace ya muchos años, vuestra inteligencia y saber decir bien las cosas al servicio de una estrella que por serlo gustaba de cuidar a sus amigos y juntarse con la gente del pueblo. Porque ella, demostrado ha quedado, que era pueblo y éste le ha respondido con ese adiós multitudinario que, a tantos intelectuales de tres al cuarto, les sienta como un balonazo en las partes nobles.

Me consta que tú, maestro Burgos, eres artista que has conseguido ya varias puertas grande. Sin ir más lejos, lo lograste con aquel sentido homenaje a tu padre, en tiempo donde la llegada de los vencejos anuncian que ya es Semana Santa en Sevilla. O cuando nos contaste un día, así como quien está lidiando entre amigos, la anécdota de Juan Araujo. Aquella discusión del futbolista con el Cristo del Gran Poder, por cosas mayores, como es la muerte de un hijo, y que terminó en una reconciliación hermosa. Una historia que invita a tener siempre la razón y la fe colocadas ambas en la mesita de noche donde descansan nuestro continuos desvelos.

Sí: una vez más te diré maestro que has acertado con el título que le pusiste a tu enorme artículo de ABC, el viernes pasado, en honor de esa chipionera que llegó a Madrid, casi cuando aún su madre esperaba en la ventana la llegada de esa hija que venía del cine de verano. Porque ésta sabía que en los cines de verano se robaban los primeros besos de amor. Y allá que se fue con la hija a aquel Madrid donde los que no triunfaban podían quedarse pegados al asfalto de la escasez y de la indiferencia. No fue el caso de Rocío; aunque en el camino tuviera que apechugar, incluso, con la falta de estilo de una señora, doña Concha Piquer, como respuesta a la ayuda solicitada por una niña que llegaba dispuesta a comerse el mundo con su voz. Y todo porque la había oído cantar y se le habían metido en la barriga los tigres de la envidia. La envidia, maestro Burgos, la envidia: esa pasión del alma que es universal pero que a los españoles nos corroe mucho mas las entrañas y nos pone al borde del disparate.

Y por ella, por ese sentirse mal del bien ajeno, ya empezarán no pocos a decir que son excesivas las demostraciones de júbilo llorado que está recibiendo “La más grande”. Ser el muerto en el entierro, en este entierro de la Jurado, comenzará a ser algo que haya prendido ya en el fuero interno de quienes no conciben tanto derroche de pasión favorable en honor de tu querida amiga: Rocío Jurado. Pero tú, Antonio Burgos, le has hecho una despedida, la que nunca hubieras querido hacerle, de puerta grande. Como no podía ser menos, maestro.
 

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