El fichaje de Fabio Cannavaro ha
sentado la mar de bien entre la grey madridista. Puesto que
ser del Madrid es profesar una religión cuyos fieles siguen
creyendo que los fracasos, de las últimas temporadas, son
achacables a la flojedad de sus centrales. Culpa de ese
pensamiento la tienen los encargados de contar en los
periódicos todo cuanto sucede en ese templo del fútbol,
donde parece ser que ha dejado de vagar el sabio proceder de
Santiago Bernabéu.
El Real Madrid de la época de Di Stéfano ganó títulos con
defensas que eran festejados por la practicidad y
contundencia con la que se empleaban, por no decir de ellos
que jugaban, incluso entonces, un fútbol rocoso y que daban,
por tanto, una impresión de dureza excesiva y de rusticidad
apabullante. ¿Se acuerdan de Marquitos, de Atienza, de
Pachín, de Pantaleón, de Lesmes II, de Becerril... y hasta
del mismísimo Santamaría? Y qué decir de quienes llegaron
después: es decir, de Benito y De Felipe. Pues bien, todos
ellos, muchos años a las órdenes de Miguel Muñoz, recibían
de éste la orden de no pasar de una zona del campo y
quedarse siempre en posición defensiva. O sea que Muñoz
exigía primero ser defensa y si luego se podían permitir un
arabesco en alguna jugada aislada, miel sobre hojuelas. Pero
los zagueros tenían prohibido salir de sus posiciones
defensivas y, desde luego, la ayuda a sus compañeros de
creación y ataque, en ningún momento. Salvo en las jugadas a
balón parado, para aprovechar la estatura de algunos de
ellos. Y siempre con cuentagotas.
Pero los periodistas de aquellos años, además de ser pocos,
sabían que al fútbol no se juega con esmoquin y entendían
que el equilibrio entrelíneas del equipo había que
conseguirlo aprovechando las cualidades de todos los
componentes del conjunto. A Pachín, por ejemplo, se le pedía
que usara su físico y su velocidad, para defender y que en
cuanto tuviera el balón en los pies buscara al compañero más
próximo y se lo entregara. Y así fue sucediendo con Benito,
De Felipe y otros centrales, cuya tarea fundamental a la
hora de jugar el balón era encontrar pronto la ayuda de
jugadores, como Pirri, que estuvieran siempre dispuestos a
ofrecerse en todas las situaciones. O bien pasar el balón en
largo y que la disputara cualquier delantero. Por no citar a
quien con su juego omnipresente, y poseedor de la sapiencia
futbolística más grande de todos los tiempos, estaba
continuamente de guardia para sacar de apuros a sus
compañeros defensas: Di Stéfano.
Cierto es que el fútbol fue cambiando y que los defensas
tuvieron que irse adaptando a las nuevas exigencias de un
juego donde era primordial sorprender desde atrás y que
éstos al atacar se mostraran con cualidades técnicas
apropiadas para desempeñar lo que comenzó a llamarse fútbol
total. Sin embargo, esa época cogió ya a los madridistas
adoctrinados en que el Madrid, por sus muchas Copas de
Europa y Ligas obtenidas, no sólo tenía que ganar sino jugar
un fútbol donde todo rayara a la perfección. Y la gente,
instruida por quienes desde los periódicos daban su
particular visión de cómo debía jugarse en el Bernabéu,
empezó a creer que iban a ver una sesión de ballet y nunca
un partido de fútbol.
A partir de ahí, los defensas del Madrid y, especialmente,
los centrales, comenzaron a padecer las críticas acerbas de
quienes piensan que su equipo sólo tiene que estar siempre
atacando la portería rival. Y que todo defensa ha de jugar
vestido de frac. Y luego pensaron lo mismo de los
centrocampistas y acabaron por pedir once estrellas.
Llegaron los galácticos y todo el invento se jodió. Ahora se
espera lo mejor de Cannvaro, sin caer en la cuenta de que
éste necesita a Buffon. Pues forman parte del mismo éxito.
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