Hace ya muchos años que obran en
mi poder las Obras de José Ortega y Gasset, editadas
por Espasa-Calpe, S.A. Tantos años, que los tomos reunidos
en un libro de casi mil quinientas páginas están pidiendo a
gritos una restauración. Incluso así, a pesar de su evidente
deterioro, el libro aún me permite adentrarme en sus páginas
para recrearme de lo que decida elegir de entre todo lo
escrito por el maestro hasta el año 31. Por cierto, ya se
han publicado las nuevas obras completas, editadas por Tauru,
donde se pretende recoger todo lo escrito por Ortega entre
el año de 1932 y 1940. Tendré que hacer, pues, un esfuerzo
económico y comprarme esas obras.
Leer a Ortega ha sido para mí un placer desde que empecé a
frecuentar sus escritos. Tal es así, que muchas veces
lamento el no haberlo podido leer mucho tiempo antes. Pero
ya sabemos lo de que nunca es tarde... Es curioso que quien
fuera un defensor a ultranza de Pío Baroja, y poco
dado a celebrar la obra de Valle-Inclán, terminara
filosofando con una escritura lo más parecida a la empleada
por el segundo en su obra. Más bien barroca, pero entendible
de manera que hacía posible que la gente se interesara por
lo que publicaba en periódicos, revistas, y en las
conferencias que daba.
Impregnar a España de filosofía, acercándola al pueblo por
medio de escritos a su alcance, fue uno de los objetivos del
todavía vigente filósofo y a quien sus enemigos criticaban
que sólo hacía ensayos parciales y sin finalizar. Dicen que
Domingo Ortega, el gran torero de Borox, contertulio de
Ortega y Gasset, llegó a confesar que desde que conoció y
escuchó a don José toreó mejor. Y habló mejor: y desde luego
está demostrado que siendo casi analfabeto el conocer al
catedrático de Metafísica le hizo hincar los codos y
formarse como autodidacto y alcanzar momentos brillantes en
cuanto decía. ¡Cuántos toreros, futbolistas, y demás
componentes de la farándula, deberían tomar ejemplo y si no
leer a Ortega, al menos ir a una academia de la lengua
española para no repetir a cada paso ese bueno, interjección
necesaria, como descanso para pensar una respuesta, pero
nunca para convertirla en muletilla por sistema. Hay
futbolistas que repiten hasta 20 veces lo de bueno en una
conversación de cuatro o cinco minutos. Y ni se inmutan.
Bueno..., ya se me olvidaba que estaba hablando de Ortega y
que el lunes pasado, por la tarde y para aliviar el calor,
busqué refugio en la lectura de una conferencia que el
maestro dio en el Cinema de la Ópera, de Madrid, el día 6 de
diciembre de 1931. El título era Rectificación de la
República, y venía a cuento porque, en esos días, con la
elección del texto Constitucional y la elección de
presidente, quedaba constituida jurídicamente la República
española. Habló Ortega de que eran momentos para organizar
una nación, edificar un Estado fuerte, pero que ello sería
imposible si los españoles seguían como hasta entonces con
un temple de ánimo chabacano, flojas las mentes y el
albedrio sin una posible tensión de disciplina.
Se refirió al régimen anterior como una sociedad compuesta
por unos grupos, los grandes capitales, el alto Ejército, la
vieja aristocracia, la Iglesia, cuyo gerente era el monarca.
Una sociedad que cuando el interés real o aparente del país
coincidía con el de esos grupos, hacían éstos grandes
gesticulaciones de patriotismo; pero si la necesidad
nacional entraba en colisión con la conveniencia de algunos
de ellos, acudían al socorro todos los demás y era la nación
la que tenía que ceder, padecer, y anularse, para bien del
grupo. Y dejó claro lo siguiente: “Estado y nación tienen
que estar fundidos y en uno; esta fusión se llama
democracia”. Será motivo de otra columna.
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