Existen unos versos clásicos que
he utilizado en numerosas ocasiones y hecho míos a lo largo
de mi existencia, ustedes los conocen: “Al Rey, la hacienda
y la vida se han de dar, pero el honor, es patrimonio del
alma y el alma solo es de Dios”.
Que extraño, cuan hermoso don es el honor. Un gran
desconocido para muchos, un valor anacrónico para algún que
otro chupichanga, una referencia hermosa para cualquier
persona digna y para cualquier hombre que se vista por los
pies. Y hoy, precisamente quiero escribir estas letras en
homenaje a Youssef N. de Tetuán, cuya historia ha aparecido
en los tabloides malagueños para emocionarnos y para
hacernos reflexionar sobre la solidez de los valores del ser
humano, valores que no entienden de razas ni de religiones y
que son universalmente aceptados. Después de leer el relato
de las vivencias del tetuaní, me siento un mucho más
orgullosa de haber nacido en las tierras áridas y bellas del
Rif y poder llamarle “paisa” sin equivocarme, deseando
llamarle “paisa”, conocerle y estrecharle la mano.
Youssef llegó en una patera, con sus veinte años cargados de
ilusiones y un sinfín de proyectos en el alma: conseguir un
precontrato de un buen patrón, arreglar los papeles, hacer
esa llamada de teléfono especialmente mágica en la que se
dice “Madre, ya tengo trabajo” que es una frase codiciada
por todos mis paisanos, aunque el trabajo sea ahogarse bajo
los plásticos de los cultivos prefabricados y penar a
cincuenta grados envenenándose con los pesticidas. Los moros
tienen aguante y tienen cojones para trabajar en lo que, los
españoles rechazan por incómodo e insalubre. Mis paisanos
tienen una bien merecida fama de currantes fiables en la
agricultura, en la construcción y en la hostelería : si
encuentras en un restaurante a un camarero moro no lo
fallas: habla al menos tres idiomas y parece recién salido
de una alta escuela de hostelería. Y las mujeres son las
mejores cocineras de la tierra, fe puedo dar de ello. Pero
Youssef no pudo hacer esa llamada fundamental en la vida de
un hombre que tiene que dejar su tierra para buscarse la
vida y luego regresar. Porque ¡es tan bello el regreso
cuando se ha conseguido llegar y estar!. Pese a los agobios
del Paso del Estrecho, pese a los cientos de kilómetros
gastando lo mínimo y cargados hasta los topes, fatigados y
ansiosos por ver el panel anunciador de Algeciras. Incluso
el monarca Mohamed VI ha recibido en Tánger en alguna
ocasión a los marroquíes residentes en el extranjero, esos
que envían toneladas de divisas desde países sombríos en los
que, malamente, se ve el sol . A Youssef no le hubiera
importado acabar en uno de esos climas fríos e inhóspitos, o
en una infravivienda de la banlieu francesa con la sola
esperanza de ese mes encantado bajo los cielos profundos del
verano marroquí, el mes de vacaciones de los inmigrantes.
Mala suerte. Le falló la baraka. Se le quebró la vida cuando
tuvo que acudir a la puerta de la policía municipal de
Marbella, desfallecido de hambre y de sed, zarrapastroso y
desesperado a pedir ayuda “Soy marroquí, no tengo trabajo ni
papeles y quiero volver a mi tierra porque no sirvo para
robar”. Y esos policías que casi no le entendían y que
tuvieron que pedir ayuda para enterarse de la tragedia
personal del morito hambriento que no consentía en “buscarse
la vida” delinquiendo o pegando tirones por las calles
españolas, o acudiendo a un barrio marginal en busca de
camellos que le hicieran confianza dejándole alguna china
para vender. Porque hay solidaridad entre los maleantes de
una misma nacionalidad, la misma que entre los currantes.
Youssef no llegó un poco más al Este, al poniente
almeriense, donde, tal vez hubiera encontrado acomodo entre
las ruinas de alguna cortijada y a algún paisano que le
ayudara, porque la miseria hace a los hombres generosos y he
visto a los temporeros, compartir lo poco que tienen con el
recién llegado y repartir el pan y la sal con el que nada
posee. Pero llegó a Marbella y allí no hay nada que hacer y
menos que rascar para un moro ilegal y pobre ¿Qué por que no
acudió a la gran mezquita? No lo sé, tal vez demasiado lujo,
demasiado boato y demasiada realeza ¿Y el consulado? El más
próximo en Algeciras.
Cuentan los policías que le dieron un botellín de agua y un
bocadillo y contaron su historia a los compañeros “Este,
antes que ponerse a robar prefiere que le expulsen ¡Que tío
tan honrado!” Y los compañeros se lo contaron a los mandos
“¡Ejemplo deberían tomar todos de este muchacho!” Y los
mandos hicieron una nota de prensa y dicen que, los
municipales que le llevaron en el coche a la comisaría para
entregarle al grupo de extranjería, tenían los ojos húmedos
y le despidieron con un fuerte apretón de manos :”Que la
próxima vez tengas más suerte, Youssef”. Y los que le
incoaron el expediente de expulsión hablaron de la dignidad,
de la humildad y de la educación de ese muchacho marroquí
que no asociaba el “buscarse la vida” con hacer algo malo o
incorrecto.
Ayer apareció en el periódico la historia. Y me gustaría
localizar a mi paisa, para saludarle, para tener el
privilegio de estrechar la mano de un hombre de honor.
Pienso en algunos “elementos” del barrio del Príncipe, de
los “descontrolados” del pan pringáo, que tienen toda la
suerte y todas las posibilidades del mundo, que pueden
acceder a la educación , a la sanidad, a trabajar en
cualquier punto de España y opino que, el sistema es muy
injusto porque no permite cambiar a uno de esos mierdas por
el admirable tetouaní Youssef ¡Que mierda de vida! Unos
tienen todas las oportunidades y las desaprovechan y, los
válidos, los buenos, los que se lo merecen, acaban pidiendo
auxilio en la puerta de una comisaría, muertitos de hambre,
estragaítos de sed… Coincidirán conmigo en que algo chirría
en el engranaje y algo falla estrepitosamente. Pero me
siento feliz y conmovida por haber contado esta historia, la
historia de Youssef. Un hombre de honor.
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