Cuando ha bajado el diapasón sobre
lo concerniente al Estatuto de Cataluña y en menor grado
acerca de esa realidad nacional andaluza, el tono de voz de
las discordias se mantiene alto en cuanto a las
conversaciones con ETA y a las que se ha sumado ese proyecto
de Ley de la Memoria Histórica, que los socialistas quieren
aprobar en el parlamento, acuciados por sus socios de la
Ezquerra y la ICV. En busca de la memoria histórica de la
guerra del 36 quiere ir Zapatero para que los
españoles hagamos una catarsis a fin de poder enfrentarnos
al futuro con absoluta tranquilidad. Y a ello se oponen el
PP y quienes piensan que mirar hacia atrás no es
recomendable: pues en el intento nos podemos quedar todos
como la mujer de Lot.
Uno nació cuando aún sonaban los últimos cañonazos de una
guerra entre fanáticos que mataron a mansalva y que dejaron
a España sumida en una ruina de la que pronto tuve
conciencia porque la época exigía ser avispado en el combate
diario para poder sobrevivir. España era un país miserable,
donde reinaba el hambre, el analfabetismo, el dolor por los
muertos, por los desaparecidos, por quienes estaban
esperando en las cárceles a ver si la suerte les impedía
ponerse ante el cuadro de los fusiles, etc.
En las casas de vecino, por más que éstos intentaran
atajarlas, las infecciones procedentes del retrete común y
de la falta de espacios y de medios, pululaban por patios y
escaleras como Pedro por su casa. El Piojo Verde, la sarna,
y la tuberculosis se adueñaban del ambiente y a quien le
tocaba se iba, decididamente, al camposanto, donde los no
creyentes gozaban de un espacio abandonado de la mano de
Dios y con fama de maldito.
En esa España, de misas diarias, de procesiones, de rosarios
de la aurora, de sabatinas, de entrega a María y al Corazón
de Jesús, la Iglesia pudo hacer mucho más de lo que hizo a
favor de las desgracias y los ricos tuvieron la oportunidad
de no pervertir a los falangistas, de buena fe, que los
había a su manera y que deseaban elevar el nivel de las
clases trabajadoras. Pero siempre tuvieron la oposición de
las fuerzas pasivas de la Iglesia y de los terratenientes y
de quienes ganaban dinero a manos llenas. Era una España
donde las mujeres, apenas con los treinta años cumplidos,
estaban envejecidas y vivían aturdidas por levantarse un día
y el siguiente también, con el terrible problema de no tener
dinero para poner la olla.
-¿Sabes que la tía de tal se ha metido a puta...?
Repetía el niño como un papagayo lo oído en su casa. Y los
demás niños no dudaban en contarlo nuevamente. Porque los
niños de entonces, los niños pobres, a su ser polimorfo se
le juntaba la mala baba que da el tener vacía la botarga.
Las casas de putas estaban llenas, y en ellas hacían comedor
los ricos y notables cuando se aburrían de jugar en el
casino de ellos al póquer. A ciertos ricos, terratenientes
de mucha prosopopeya, también les divertía mucho, en
ocasiones, perseguir y ensañarse con el mariquita de turno
para destrozar sueños de cada noche y cortarle la cabeza al
fantasma de una presunta homosexualidad.
A los pobres de aquella España, si no querían morirse de
hambre, sólo les quedaba el recurso de dar barzones por los
campos para cazar pajaritos de manera furtiva o para
rebuscar los frutos caídos de los árboles. Por una talega de
almendra, de tener mala suerte, la Guardia Civil podía
alisarle las costillas al padre de familia que debía sacar
sus hijos adelante. También los guardia civiles vivían su
vía crucis. Hacían guardias en puntas de playas o en sitios
inhóspitos, bajo los rigores invernales y disciplina de mala
leche, y, claro, enfermaban.
De aquella España, Zapatero, no deberías ni acordarte. No
merece la pena que te la juegues.
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