Al romper el alba, tomé rumbo a la mar. Es una pasión que
viene de siglos. Siempre el mar ha fascinado y ha atraído a
todas las gentes. Frente a otro tipo de turismo, el de playa
se ha impuesto como un turismo para la familia. Servidor no
iba a ser menos y hace lo mismo. Una vez allí, puse la
sombrilla en primera línea de playa, igual que todo hijo de
vecino, para no perderme el abecedario de ninguna ola y
poder escribir la más inédita crónica de mi vida. Poco
tiempo pude disfrutar del silencio. La riada humana se te
tira, prácticamente encima, como verdadera alimaña. Ni un
permiso de buenos modos y modales. Tampoco un perdón. Nada
de nada. Yo creo que a más de uno, de los adultos adúlteros,
le hace falta matricularse en la doctrina de zeta-pe, o sea
en la educación para la ciudadanía. No lo entiendo como se
puede ser tan animal en un mundo de señores y señoriales, de
posibles y presuntos honoríficos. En cualquier caso, le doy
el pésame a ese señorito de playa que tiene el alma
empobrecida hasta cuando está de descanso.
Las sombrillas se besan unas a otras. Hacen arcoiris con el
mar, mientras los cuerpos se dan codazos en vez de abrazos.
Y a poco que te dejes, te dejan pero sin espacio. Te lo
expropian y apropian. Conmigo también lo intentaron. Algunos
tenían unas ganas locas de que me fuera. Hubo un momento en
el que pensé que con una mirada sería suficiente para poner
orden en el bullicio. Pues no, señores de pechera morena y
pantalón corto, tuve que pedir un poco de oxigeno y reclamar
mi espacio vital. A mi auxilio, sólo respondió la
indiferencia. Aquello, más que una playa parecía una plaza
de víboras. Cada cual iba a lo suyo, haciendo su territorio
entre la arena. A esto, el mar, veo que sonríe. O que me ha
oído. Sus brazos parece que estaban dormidos. Sin embargo,
toman posiciones para darnos un baño de música y sal. Yo le
aplaudo. Me sale del corazón. Al tiempo que intento escribir
con los labios del cielo las palabras que las olas me dejan,
debajo de la sombrilla, como moraleja.
Consigo tomar onda y escribir lo que me describe el mar. Lo
hago, a pesar de que el carrusel de voces estridentes me
dejan medio sordo, son tan alborotadores como deslenguados.
El rasgueo del mar nos tragó la humana furia. Tuvimos que
huir de esa primera línea, donde pudieron saltar chispas,
corriendo y agazapados, con la sombrilla a la espalda,
porque el mar ha dicho basta de dominios. La verdad que ha
sido una gran lección. No es más feliz el que más posesiones
tiene, sino aquello que da sentido de plenitud a la vida. Y
aquello, más que felicidad era un calvario. Ya lo dijo el
sabio, en el mundo de los necios es difícil que se de el
redescubrimiento de las virtudes de la moderación. Las
huellas nuestras quedaron en la mar para siempre. Una
montaña de desechos mecidos por las olas.
Debajo de la sombrilla he descubierto, igualmente, poco amor
y muchas adversidades. Aunque, como ahora dicen los
psicólogos, de las penurias también se aprende. Desde luego,
yo detesto que uno tenga que crecer a golpes de vida.
Tampoco he visto muchas personas mayores o discapacitados
graves, aunque los expertos del Libro Blanco de la
Dependencia calculan que en España hay más de un millón de
personas dependientes. Supongo que con la ley del nuevo
derecho de ciudadanía, marcado por el carácter universal y
subjetivo en favor de las personas dependientes, a ser
atendidos por el Estado, la cuestión cambie y las vacaciones
de verano sean también para disfrute de estas excluidas
gentes que sufren el abandono de los suyos, en un momento en
el que tanto necesitan del cariño y comprensión de
todos.También he visto en la orilla del mar a mucha gente
andar como perdida, en un ir y venir de acá para allá como
un robot, con los bolsillos del alma vacíos y la mirada
triste. No vale la pena acercarse. Nadie te escucha.
Olvidamos que el descanso es más gozoso si se vive rico en
alegría y solidaridad. La acogida es una virtud o un valor
humano que se ha perdido en estos lugares playeros. El
verano, sin duda, puede ser un tiempo propicio para volver a
cultivarlo. Dejo este aviso. Está comprobado que el número
de turistas, en ciertos destinos actuales, ha crecido no
sólo por las apetecibles ofertas para el descanso, sino por
el talante acogedor de su gente. Esto cuenta y mucho. Dado
nuestro talante parece una contradicción, pero es así. Por
ello, para trabajar con éxito en la industria del turismo,
–me dice el dueño del hotel en el que me hospedo-, hay que
ser un experto en la acogida. La actitud acogedora (sonrisa,
amabilidad, cordialidad) está a flor de piel en los
operadores de una empresa turística bien montada. ¿Por qué
no seguir esa misma tónica de acercamiento debajo de la
sombrilla?, -me pregunto. Reconozco que lo de la playa me
dejó un mal sabor de boca, parecía la hora vengativa, el
encontronazo de lagartos al sol enfurecidos por ver el baile
del agua. Que uno coloca la sombrilla delante, yo más
adelante… (Siempre el yo por delante)…Hasta que el mar se lo
llevó todo. Menos mal. Me parece, pues, muy aburrido esta
forma de hacer turismo, debajo de la sombrilla y punto,
cuando lo fructífero que puede llegar a ser encontrarse con
los demás, estar dispuesto a abrirse al diálogo, compartir.
Un simple comportamiento ya comunica muchos sentimientos. Lo
deseable es que sea de respeto. Puede haber muchas
sombrillas, pero la cantidad no debe quitar la cordialidad.
No se puede perder la razón de ser por la que hacemos
turismo, como una actividad generalmente asociada al
descanso, a la diversión, al deporte y al acceso a la
cultura y a la naturaleza. Por ello, no tiene sentido
practicarse con la escopeta montada. Si se lleva a cabo con
la apertura de espíritu necesaria, es un factor
insustituible de autoeducación, tolerancia mutua y
aprendizaje de las legítimas diferencias entre pueblos y
culturas ¿Habrá vecindad más próxima que los visitantes de
las playas? Pues lo dicho, a cuidarse y que no sólo se
baboseen las sombrillas de tanto roce. Done, cuando menos,
una sonrisa. No cuesta nada y enciende los ojos a
cualquiera. Hágalo, aunque sea a las arenas de las playas
que están empachadas de nuestros restos y necesitan una
corriente de aire risueño. Gracias, dijo el mar, esponja de
nuestras suplicas. Ponga el oído y de cuerda al corazón.
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