Tiene razón Salvador
Madariaga cuando afirma que durante el primer bienio
republicano se dio la sensación de que se legislaba “más
contra el pasado que por el porvenir”. Algo que pueden
entender quienes se hayan interesado en leerse todo lo
habido y por haber sobre aquellos años 30 de una España en
estado constante de convulsiones sociales. Eso sí, legislar
contra el pasado era darle vida a un programa basado,
principalmente, en hacer desaparecer los privilegios de los
sectores sociales hasta entonces preeminentes, es decir, la
nobleza, el clero y el ejército.
Y esa tarea le tocó afrontarla a Manuel Azaña y a las
fuerzas políticas que le seguían. Un Azaña que había llegado
a la cumbre del poder político sin sufrir las mutilaciones
de una larga carrera. Algo que siempre reconoció y que le
hizo escribir en sus Diarios, lo siguiente: “Yo no he hecho
carrera política, y estoy interiormente tan recio y tan en
mi ser como hace veinte años, cuando yo no era más que un
señorito indomable. Ésta es una ventaja que raramente puede
disfrutarse cuando no hay una revolución”.
Esa fortaleza del hombre que no se gastado lo más mínimo en
el ejercicio del poder y que se ve de repente con mucho
entre sus manos, le permite poner en marcha una democracia
parlamentaria sin decreto de disolución al arbitrio del Jefe
del Estado, separación de la Iglesia, divorcio y
secularización del matrimonio, voto de la mujer, estatutos
de autonomía, proyectos de riego y electrificación, leyes
sociales, expansión del sistema público de enseñanza, planes
de accesos a las grandes ciudades. Todo eso fue lo que se
puso en marcha en España entre 1931 y 1933.
Pues bien, lo que no calculó Manuel Azaña fue el vendaval de
pasiones adversas que iba a levantar todas esa reformas y,
sobre todo, el no disponer de los medios adecuados para
abatir los obstáculos que habrían de levantarse a su paso,
desde todos los ángulos.
El primero el de los campesinos que esperaban una reforma
social adecuada a las necesidades que venían padeciendo por
mor de estar sometidos a un régimen casi feudal. Y, desde
luego, la masa obrera que también malvivía en todos los
aspectos. Fue ahí donde la II República, a pesar de ser
socialmente reformista, no se atrevió a ahondar, por miedo a
una revolución social. Conviene aclarar que el Gobierno
estaba compuesto por burgueses con propiedades y, por tanto,
muy respetuosos con el derecho a la propiedad. Tampoco los
socialistas, participantes en el Gobierno, estuvieron en un
primer momento dispuestos a que España se incendiara por
medio de una revolución social. Y los comunistas, aún pocos
en números y en poder, sabían positivamente que para salvar
a la República había que no asustar al capital ni a las
naciones democráticas.
De esa guisa, los días transcurrían entre sobresaltos: la
gente del campo perdía la paciencia y los anarquistas hacían
de las suyas ante cualquier provocación. El Gobierno daba
muestras de anticlericalismo. Nada nuevo: puesto que los
masones ya eran anticuras mucho antes de manejar los hilos
del poder. Y qué contarles de la otra parte: las derechas
atizaban el fuego de la discordia porque querían seguir
disfrutando de sus privilegios y Sanjurjo dio el
primer aviso con un golpe de Estado que fue sofocado porque,
como dijo don José Ortega, “es que aquí no se sabe
organizar nada”. Del general golpista cuentan, que yendo
preso hacia el penal del Dueso, tras ser indultado de
fusilamiento, lo primero que preguntó al comisario (Aparicio)
es si estaba preso el coronel del 27 Tercio de la Guardia
Civil. Al saber que no, respondió: “¡Valiente sinvergüenza!
¡60.000 pesetas se ha llevado! Con esta España, todo lo que
vino después estaba cantado. Sigan discutiendo y, a ser
posible, insulten.
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