A lo largo de los últimos meses,
todas las estadísticas relacionadas con la presencia de
turistas en Ceuta son muy positivas. O llega una nueva
expedición de viajeros portugueses, o se cierra la
celebración de un congreso de cirugía maxilofacial, o bien
vuelven los portugueses. Pero hay un dato que sobresale por
su valor intrínseco: según se desprende de los datos
recabados por la Viceconsejería de Turismo, se incrementa el
número de turistas que llegan porque sí, porque les atrae
Ceuta sin más, porque quieren descubrirla sin necesidad de
apuntarse a una excursión organizada. Sin desmerecer en modo
alguno a los viajes que concretan las agencias, el hecho de
que un sueco sienta un interés repentino (o meditado, quién
sabe) por conocer a la ‘gran desconocida’ es un mérito
atribuible a las campañas de la Ciudad Autónoma, por
supuesto, pero también a la imagen que Ceuta proyecta en el
exterior. Una ciudad de contrastes, en un enclave a medio
camino entre el Magreb y Europa, un espacio de
cuatricultural en cuyas calles es factible presenciar una
boda musulmana por todo lo alto (con claxons que no paran de
sonar y ricos vestidos de pedrería), una procesión marinera
(como la que se vive estos días) o los vistosos bailes del
‘diwali’ hindú. Y más allá del folclore, una ciudad viva,
lejos ya de los estereotipos de la mili o del aspecto de
pueblo en medio de la nada. Ceuta atrae, como espacio de
descanso, como lugar de paso antes de conocer Marruecos o
como ciudad enigmática, singular, cautivadora, y sin tiempo
para dejar de sorprenderse. Toda ella, todas sus calles, sus
barriadas y sus gentes deben participar de los ojos, del
objetivo y del cuaderno del viajero. En feria lo tenemos
fácil: siete días de actividad nocturna y diurna que no
dejan indiferente a nadie, ni siquiera al caballa de toda la
vida que religiosamente vuelve cada año a echar un baile en
el recinto ferial. Al próximo belga que se encuentren por la
calle no le dejen escapar y hagan que discurra por todas las
venas de Ceuta.
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