Zinedine Zidane, además de ser uno
de las más grandes futbolistas de la historia, ha ganado
fama de estar en posesión de cualidades personales por las
que también es admirado. Ese saber estar, tan reconocido y
puesto a prueba durante toda su carrera deportiva, no le ha
impedido, en ocasiones, que se le cruzaran los cables o se
lo llevara el siroco y metiese la pata hasta el corvejón.
Agredir a un contrario o hacerle una entrada terrorífica
son, sin duda alguna, hechos que lamentablemente vemos
muchas veces en los campos de fútbol. Sin embargo, cuando el
autor es Zinedine Zidane, sucede que quienes le tenemos ley
nos quedamos boquiabiertos. Hasta que de repente caemos en
la cuenta de que es hombre nuestro admirado personaje. Y,
por lo tanto, está sujeto a las debilidades de todo mortal.
Esa debilidad apareció por última vez en el escenario más
inapropiado y en el momento más injusto: cuando más de medio
mundo estaba deseando que el marsellés alzara la Copa del
Mundial. Para despedirle como lo que ha sido: el más grande
jugador de una década y uno de los tres o cuatro más grande
de la historia futbolística. Quienes le jubilaron antes de
tiempo, y tuvieron que tragarse sus palabras, dada las
actuaciones del ex madridista en tierras alemanas, empezarán
bien pronto a sacarle las tiras de pellejo por ese cabezazo
que se estrelló contra el pecho de Materazzi. Una
mala acción, desde luego que sí; y sobre todo un
despropósito que no sólo ha empañado la categoría del
jugador tenido por mito y convertido en símbolo de
multitudes, sino que privó a sus compañeros, posiblemente,
de ganar la final.
Una final que mereció Francia por variadas razones. Pero en
el fútbol, como en otras facetas de la vida, los mejores no
siempre ganan. Y a ello contribuyó, es decir a la derrota de
los franceses, ese defensa italiano, con cuerpo de jugador
de baloncesto y con una malaúva capaz de sacar de quicio al
mismísimo santo Job. Y Zidane, que yo sepa, todavía no ha
sido canonizado.
Es Materazzi un guerrero obsesionado con intimidar a los
delanteros nada más que éstos entran en su zona de
seguridad. Aprovecha el primer salto para echar abajo un
diente o ponerle al rival la cara tumefacta en un santiamén.
Y tampoco desaprovecha la ocasión de ir a un cruce con las
de Caín.
Con las de Caín fue Cannavaro -¡qué gran defensor!- a
buscar a Therry Henry, en cuanto el balón
empezó a rodar. Agresión que, aunque repleta de disimulo, la
debió ver el árbitro. Y de no haber sido así, por qué no se
dirigió a Medina Cantalejo. Y, sin embargo, sí
lo hizo en la acción de Zidane. Y el español cumplió con su
cometido: de manera presta y convencido de que la FIFA le
debe otro favor por ello. Dos decisiones suyas, con aciertos
bien distintos, han ayudado a Italia a ganar un Mundial. Lo
cual, en los tiempos que corren en el fútbol italiano, puede
ser decisivo para que la corrupción, descubierta en su Liga,
sea amnistiada. Y ¡santas pascuas! Medina Cantalejo me sigue
pareciendo un árbitro de poco fiar: se ha destapado como
alguien que está muy bien visto en los despachos. ¡Uf!...
Aunque ha contado, en este caso, con la ayuda de Zidane.
Quien cayó en la trampa que le tendió Materazzi, tal vez
preparada, cuando el partido entraba en la fase decisiva. No
sé si lo sabremos, antes o después, porque Zidane es de los
que piensan que cuanto ocurre en el campo no debe airearse.
Pero me da a mí en las pituitarias que por la boca del
defensa italiano tuvo que salir mierda. Porque la reacción
de Zidane, cuando ya se alejaba del fornido central, fue
instantánea y llena de ira. Algo muy grave tuvo que oír el
mito para usar la cabeza como venganza de la injuria. Mal
hecho. Pero es hombre...
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