He dicho siempre que escribir en
ciudades grandes es siempre más llevadero que hacerlo en las
que sale uno a la calle y se encuentra con la persona de la
que se ha escrito en menos que canta un gallo. De ahí que
personalizar sea algo de lo que siempre se han cuidado mucho
quienes han escrito en los papeles locales. Ya, cuando hace
muchos años empezaba yo a hacer la columna, alguien que se
consideraba escritor me advertía, un día sí y otro también,
de los riesgos que asumía dirigiéndome abiertamente al
criticado. Y finalizaba su perorata con la sabida letanía de
sus razones para que yo desistiera de hacer algo que a él le
encantaba, pero que no se atrevía a realizarlo por los
dichosos prejuicios que atesoraba y la carencia de ese justo
valor que hay que tener para desempeñar esta tarea.
El escribir una columna en una ciudad pequeña, me hizo
descubrir bien pronto el comportamiento de quienes tenían la
buena costumbre de leerme: si el vecino del quinto, es un
decir, me saludaba y se mostraba comunicativo conmigo al
coincidir en las escaleras o en el ascensor, era que mi
opinión de ese día estaba acorde con su forma de pensar; de
lo contrario, procuraba eludir mi presencia y si no podía se
limitaba a hacer un gesto con la cabeza, a modo de saludo
desganado y no abría la boca en el trayecto.
Fácil me sería, pues, enumerar ahora varias y detalladas
circunstancias con las que algunos trataron por todos los
medios de callarme. O al menos, que me dedicara a escribir
sin nominar a nadie. Y a fe que el camino recorrido ha
estado lleno de obstáculos. Por ello, suerte tuve de no
verme ahora sentado en una silla de ruedas o morando allá
donde el silencio es el denominador común. Y todo porque
algunas personas, aún destacadas en la actual vida política
de la ciudad, pensaron que yo era un osado por no someterme
a la voluntad de las instituciones ni, por supuesto, ser
sumiso con los partidos políticos. Y decidieron
escarmentarme. No entendían, tales personas, que el respeto
es una cosa y la sumisión es un asco. Y dieron un mal paso:
incitar que me apalearan a quienes, tal vez por medrar,
vieron en ello la posibilidad de premio. Todavía esas
personas no han reconocido la cobardía que mostraron
entonces, pero tampoco el arrepentimiento debido. Si bien
espero que lo estén haciendo mientras rezan diariamente y
hablan de la felicidad que les embarga... Pues bien, cuando
uno pensaba que el tiempo de las agresiones, de los insultos
o de las escenas histéricas en sitios públicos habían pasado
a mejor vida, el miércoles último pasé por otra prueba
inesperada. Estaba, como casi todas las mañanas desde ya no
sé cuándo, en el hotel Tryp y allí me puse a pegar la hebra
con un político, cuyo nombre voy a silenciar. De pronto, se
me acercó Ernesto Valero, ex presidente de la
ADC, nervioso, iracundo y amonestándome por un artículo
donde él me recriminaba, severamente, algo que yo había
escrito en relación con un familiar suyo. En principio, me
pudo la sorpresa; pues mi memoria es buena y sus quejas me
parecían infundadas o bien había leído mi opinión
torcidamente. De todas formas, mira por dónde, el reputado
empresario y breve presidente del primer equipo de la
ciudad, puso a prueba mi estado emocional y respondí con
buena nota. Lo que allí se dijo, ante testigo, queda
archivado en la memoria. Pues yo no soy rencoroso. Mas no el
insulto contra José Antonio Muñoz, al
tildarme a mí de sicario de éste. Así que me fui a la
hemeroteca y conseguí el artículo de marras. Y compruebo que
yo no insulté a nadie aquel 27 del 7 de 2005 y que Muñoz,
por causa que escribiré, otro día, me dijo que si tenía a
bien no publicar esa columna en El Pueblo. Columna
que si se leyó en www. Ceuta. com. Y aquí estamos.
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