Les puedo asegurar que, pocas
personas defienden la libertad de opinión y la libertad de
expresión con más furia española que servidora de ustedes.
Tal vez de forma parcial y con motivos fundados, ya que por
ser una fiel admiradora de la Obra de San Josemaría Escrivá
y atreverme a decirlo perdí empleo y sueldo y me vi en la
puta calle en mi anterior empleo, victima de la
intransigencia y del fanatismo de los mal llamados “laicos”.
“Laicos” para mi puro eufemismo, yo los defino como
“ateosdemierda” que me parece denominación más fundamentada
y que se corresponde fielmente a la realidad.
Defiendo las libertades. Pero respeto los límites de la
intimidad y del recato del de enfrente y no me considero con
derecho a airearlos. Hago esta reflexión ante el accidente
de Valencia que ha costado la vida a docenas de criaturas.
Las tragedias son duros choques para la población, por ello
he sido siempre tan crítica con su tratamiento, exquisito en
la caso del 11S americano donde no vimos a una víctima ni
por asomo, horrible en el 11M con las cámaras
retransmitiendo en directo sangre, sudor y lágrimas de las
víctimas en una especie de reality show auténticamente
macabro en el que se machacaba el derecho a la intimidad de
esos supervivientes que emergían sangrando de los vagones
humeantes y que tenían todo el derecho a preservar su imagen
y a vivir su tragedia personal de forma libre, íntima y a su
libre albedrío. No nos ahorraron escenas de muerte, sin
detenerse a preguntar a los heridos, los muertos o sus
familiares si querían o no verse publicitados como muestra
del estercolero inmundo al que puede llegar la mente cobarde
y criminal del integrismo cabrón.
Repito: órdenes tajantes en el 11 de septiembre para
preservar la imagen de las víctimas, allí, por desgracia y
fatalidad, vimos a criaturas arrojándose al vacío desde las
torres, pero ni a un herido trasladado en camilla, ni restos
mortales, ni escenas de cadáveres. El tacto fue envidiable y
el respeto inconmensurable, porque, antes que nada, las
víctimas de las tragedias de las catástrofes, de las
hambrunas y de las calamidades, tienen derecho a la
privacidad, a que no mercadeen con sus penas y a preservar
su dolor.
Eso si, si alguien quiere aparecer ante los objetivos,
siempre puede manifestarlo e ilustrar gráficamente la
noticia, pero con consentimiento expreso y no a mogollón, a
buscar el impacto más brutal y a tratar de conmover con la
escena más dolorosa y sanguinolienta. En Valencia me causó
un shock la imagen de una pobre joven ennegrecida y
semidesvanecida en brazos de un voluntario que ilustraba la
portada de un periódico, luego más heridos, más camillas y
guardia en la puerta de hospitales y tanatorios para
“recoger” el dolor de los familiares. Tragedias gráficas a
las que mucho público está acostumbrado, tal vez por la
asiduidad de las mismas y se considera que el reportaje es
correcto si retrata crudamente la realidad, realismo puro y
duro que nada aporta y que si busca sensibilizar no lo
consigue, porque las escenas de sangre y de ambulancias
ululantes son ya algo cotidiano en los telediarios.
Nos pilla,eso si, más lejos. Todos los días de hecho
desayunamos con el herido palestino de turno, pobre hombre,
llevado apresuradamente y con muy pocos miramientos al
dispensario de ellos, por mor de las represalias de los
samuelitos. Que hay que tener cojones o ser unos
inconscientes como para echarle un pulso al Estado de Israel
con la peregrina idea de ganarlo cuando los judíos son los
seres más políticamente incorrectos de la Humanidad, no se
arredran ante nada, nadie les para y se pasan la opinión
mundial y los gimoteos de los profesionales de la buena
conciencia europeos, que son mayoría, directamente por el
sobaquillo sin desodorizar, cuando no por la punta de sus
prepuciejos descapotados, con perdón de la comparación.
Pero hablo de tragedias gráficas y no me gusta el
tratamiento periodístico. Abruman los funerales con las
familias destruidas por el dolor y fusiladas por las
cámaras, cada lágrima captada y retransmitida hacia la
avidez del espectador. Innecesariamente morboso y más en un
caso terrible como el de la capital del Turia donde, al
accidente, se unió el espanto del lugar: un túnel. Dicen que
no hay accidentes más espantosos que los de los mineros, en
esta ocasión hay que rectificar, porque los mineros pisan un
terreno que conocen palmo a palmo mientras que un vagón
cargado de viajeros, en las profundidades, en las tinieblas
más absolutas, sin más luz que el pálido resplandor de los
teléfonos móviles de aquellos que estaban en situación de
utilizarlos. Dolor, sangre, muertos, opresión, espantosa
claustrofobia…
Definitivamente no. No quiero ver a esa joven con las
piernas ennegrecidas y un grito sordo en los labios portada
por un voluntario, ni al caballero aturdido restañándose el
rostro ensangrentado, ni a los heridos bamboleantes, el
psiquiatra Rojas Marcos, jefe de salud mental de Nueva Cork
me daría la razón. Cuando la tragedia es horrible y es real
hay que pasar de buscar “lo más impactante” para “llegar” al
espectador. Al ciudadano cualquier pena le llega y le toca,
por mucho que sea retransmitida por la radio y sin escenas
gráficas, conmueve el suceso, el resto no es necesario. El
maratón de muestras de solidaridad y minutos de silencio, la
presencia notoria de autoridades, algunos profundos
anticristianos en el funeral, demasiado notoria presencia,
demasiadas manifestaciones de duelo políticamente muy
correctas. Pero el vagón era viejo y costroso y el conductor
un novato y encima no llevaban el sistema para limitar la
velocidad, una cadena de fallos humanos y técnicos
perfectamente evitables.
Cuando los fallos y las malas condiciones se suceden, el
milagro es no acabar en la página de sucesos y asistiendo a
un multitudinario funeral. En este caso, como no somos
fatalistas sino positivistas, indignan los errores e indigna
el tratamiento del suceso. Las tragedias son silenciosas,
hondas, profundas e íntimas. No me gustan las tragedias
gráficas y vocingleras, es cuestión de sensibilidad.
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