Fue ganar la selección a Croacia y
cundir el triunfalismo patriotero por toda España. Poco
importó que Túnez y Arabia Saudita, equipos de poca monta,
nos sacaran los colores y nos hiciesen ver que los defectos
del conjunto español eran varios y graves. Los medios
lanzaron las campanas al vuelo y la gente creyó que esta vez
España sí que iba a disputar una final contra Argentina,
Brasil o frente al país anfitrión: Alemania. Volvimos a caer
en el error de creernos el ombligo del mundo, dejando a un
lado el derrotismo suicida con que solemos juzgamos a cambio
de encomiar con entusiasmo lo extranjero.
Es decir, nuevamente se le dio de lado al justo término
medio. Por lo tanto, más que analizar los defectos
colectivos e individuales de nuestros jugadores, la prensa
especializada se dedicó a exagerar su rendimiento y a
enjuiciar el mal momento que vivían otras selecciones y,
desde luego, las desgracias de Ronaldo y lo acabado
que estaba Zinedine Zidane. A éste, de manera tan
burda como improcedente, lo sambenitaron de estar para el
arrastre y no había día en el cual no jalearan, ciertos
periodistas, que ya se encargarían de jubilarlo los jóvenes
futbolistas españoles. Eran los mismos periodistas que,
durante la estancia de Zidane en el Madrid, cantaban las
excelencias del mejor jugador que ha pasado por la Liga
española hace ya muchos años. Porque la verdad es la verdad,
la diga Agamenón o su porquero, y mucho tardará en nacer y
pisar los campos españoles otro taumaturgo, como este
marsellés, de trato exquisito y de una personalidad que
invita a ser partidario suyo. Aquí cabe decir que los
muertos, futbolísticamente, que mata la prensa deportiva
española, bien vivos que están.
Y fue frente a la selección española que el muerto Zidane
comenzó a dar señales de vida. Mientras Luis
Aragonés se mesaba el pelo en el banquillo: gesto
habitual en él cuando principia a ponerse nervioso. Extraño
en alguien con tantos tiros dados. Ahora entiendo el que no
sea buen jugador de póquer.
Aun así, después de que la selección española había sido
apeada del Mundial por una Francia apoyada en el buen juego
de la estrella ex madridista, los periodistas no daban su
brazo a torcer: Zidane está acabado y se ha limitado a hacer
un gol y cuatro virguerías ineficientes. Me imagino que los
plumillas se habrán puesto ya en las manos de Santa Lucía.
Lo digo porque nos quedaba por ver lo mejor. Y lo mejor
ocurrió el sábado pasado cuando Zidane, en noche mágica y
para el recuerdo imborrable, dejó a los jugadores brasileños
petrificados en el césped. Eran los amarillos un grupo
desnortado, deambulando por el campo sin ton ni son, en
tanto y cuanto el divino calvo lucía su juego majestuoso a
los cuatro vientos. Parecía imposible que Zidane, lo he
dicho otras veces, con su estructura corporal, que da pie a
pensar que debe estar reñida con la facilidad de movimiento,
pudiera ir de un lado a otro como si estuviera danzando.
Ora eleva el pie a una altura donde cualquier otro termina
rompiéndose, y lo baja para salir con el balón controlado
hacia una dirección distinta a la que preveía su oponente;
ora finta y sale en carrera dispuesto a usar su disparo
mortífero; ya dribla con la elegancia, la habilidad y la
eficacia que requiere solventar un problema de presión; ya
cambia de orientación un esférico que llega con ventaja al
espacio libre del compañero que le ha insinuado un
desmarque; ahora..., surge cualquier detalle que nos llena
de emoción y nos hace sentirnos felices de que exista Zidane:
un lujo
Ay, yo que he tenido la suerte de ver todos sus partidos en
el Madrid, sigo pensando que ha sido desaprovechado porque
nunca jugó con dos escoltas de la talla de Makelele y
Vieira. ¿Verdad, Guti? ¿O no, Tomás Roncero?
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