Fuimos vecinos. Vivíamos en la misma calle. Pertenecíamos a
distintos centros. Ella llevaba en la localidad algunos años
más que yo. Diariamente nos cruzábamos para dirigirnos a
nuestros puestos de trabajo. Los domingos, acompañada de su
madre, asistían la misa de doce, en la Parroquia próxima a
nuestros domicilios. Y un día corrió el rumor que se
marchaba de la localidad. Y se marchó.
Su marcha fue muy sentida por todos, en espacial por su
grupo. Este estaba formado por alumnas, ya que en aquellos
tiempos, no existía la educación mixta –coeducación-.
También lo sintieron mucho sus compañeros, conocedores de la
magnífica labor que desarrollaba. Mi compañera era una
“maestra total”. Como lo éramos todos los de aquellos
momentos –segunda mitad de los sesentas-.
El rumor de su marcha iba acompañado de su posible reingreso
en un convento. Nuestra admirada maestra tenía gran vocación
de moja, habiendo ejercido como tal, al incorporarse al
colegio. Pero esto, de momento, parecía que no era posible.
Ella cuidaba de su madre, una venerada anciana, que dependía
totalmente de ella. De ser cierto, lo de su reingreso en el
convento, tenía que esperar. Ella no abandonaría,
lógicamente a su madre.
Nuestra compañera cambió de destino. La destinaron a la
capital de la provincia. Tendrían mucha suerte aquellas
niñas que formaran parte de su tutoría; en cambio las chicas
que dejaba, se quedaron sumidas en un “mar de lágrimas”. Y
una gran incógnita para aquellas que tenían que continuar,
al desconocer que ocurriría con ellas. Estaban acostumbradas
a su maestra, y eran muy felices, porque en aquellos
tiempos, los alumnos y alumnas, pese a otras carencias o
dificultades, en el colegio se sentían satisfechas. Su
maestra se encargaba de hacerlas unas mujercitas, al recibir
una selecta educación, porque todavía en las escuelas, pese
a no contar con el apoyo de familia, se educaba, recayendo
toda la responsabilidad sobre los educadores –término
correctamente empleado-.
Y llegó el nuevo curso. Y se llevaron una gran decepción:
las alumnas fueron cambiadas de centro, y ya no tendrían una
“señorita” para finalizar la escolarización. El cambio fue
radical, como de la noche a la mañana. El centro elegido fue
el mío, y el nuevo responsable, yo. En principio, las
alumnas incorporadas mostraron su decepción, pero no
tuvieron más remedio que aceptar esa nueva situación. Yo
también tenía mis dudas sobre la posibilidad que la nueva
experiencia terminara con éxito. ¡Y no salimos
insatisfechos! (Experiencia relatad en el libro “Vivencias
de un maestro, I parte”, “La coeducación.)
Es lamentable que de tan ejemplar maestra –yo pienso que
todas las maestras son ejemplares- no se realizara el
consabido seguimiento. Pese a mis lógicas investigaciones
sobre qué había sido de ella, nadie me supo dar información
alguna. Según parece –opinión de un cercano compañero- ella
prestó sus servicios en su lugar de destino, pero de
inmediato no reingresó en el convento, señal inequívoca que
su querida madre no había fallecido. ¿Reingresaría al
desaparecer su querido ser? ¿Esperaría a que le llegara su
jubilación? Lo haría cuando tuvo la mejor oportunidad,
porque todos aquellos que la conocieron, que compartieron
con ellas muchas vivencias, dejaría la enseñanza para
dedicarse a esa otra., al servicio de Dios.
Por lo observado –sus alumnas pasaron a mi grupo –su acción
docente estaba centrada en el alumno, aceptando que “la
verdadera pedagogía consiste en hacer aprender”. De nada
sirve el mucho enseñar si no es el alumno el que aprende;
hay que poner al alumno en condiciones de aprender por sí
mismos; conociendo la funestas consecuencias que lleva
consigo una enseñanza pasiva y memorística; el principal
agente de la educación, es un ser activo, inteligente, moral
y libre, él posee sus facultades propias y no se puede ni
debe sustituir ni suplantar (Activismo educativo del P.
Manjón).
El grupo que yo recibí, tenía algo poco frecuente, y era su
homogeneidad en cuanto a conocimientos y preparación.
¿Utilizó las llamadas adaptaciones curriculares
individuales? La maestra había trabajado cuidadosamente el
trabajo ordenado, inculcándoles a sus alumnos los valores
tradicionales para su incorporación a una sociedad más
justa.
Eran los tiempos finales de nuestras recordadas
enciclopedias, que fueron desplazadas poco a poco por las
mal llamadas “Unidades Didácticas”, para llegar al momento
actual, con el excesivo e inútil material escolar. Se seguía
conservando cuidadosamente la ortografía y la caligrafía y
la insistencia en las operaciones básicas fuesen
consolidadas. El aspecto disciplinario era objeto de
especial atención, sin recurrir a métodos represivos –ya
habían pasado de “moda”, utilizándose el diálogo y la
tolerancia. Es cierto que todavía no se acercaban los padres
a la escuela, quizás por el exceso de confianza en los
educadores. Sólo en determinados casos visitaban al maestro
o maestra (todavía no se utilizaba el término “tutor”). Con
todo este panorama transcurrió el quehacer diario de nuestra
maestra. Sin dudas, y no era una excepción, ella, la tener
sea gran formación religiosa, incentivara más que otros las
actividades religiosas, donde tenía cabidas en los programas
la lectura de los Santos Evangelios, prácticas
catequísticas, estudio de la Historia Sagrada, el Catecismo,
el rezo del Santo Rosario… Los Domingos y Fiestas de
guardar, asistencia a la misa parroquial….
Nuestra admirada Mari Carmen, había dejado sus hábitos de
monja, para cuidar a su madre, ejerciendo, su otra gran
vocación de maestra. Con toda seguridad que cuando se marchó
de nuestra localidad, ejercería como tal en su nuevo
destino, sin separarse de su madre. Una vez fallecida ésta
¿volvería al convento? Es posible, conociendo su vinculación
con la Iglesia Católica, considerando sus antecedentes y ese
paréntesis de dedicación a la enseñanza, pero, al final,
pudo más Dios.
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