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OPINIÓN - VIERNES 24 DE FEBRERO DE 2006

 

OPINIÓN / EL OASIS

La fotografía de Tejero
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

Lo primero que hago antes de empezar a escribir es buscar en un anuario la fotografía de Antonio Tejero donde aparece subido en el descansillo de una escalera del Congreso de los Diputados, con una pistola en la mano derecha y el brazo izquierdo alzado, para tener acojonados a todos los parlamentarios que se habían dado cita en el Congreso. Miento; no a todos: porque hubo personas que supieron tragarse su miedo y se mantuvieron en posiciones dignas. Adolfo Suárez, Gutiérrez Mellado y el tan denostado Santiago Carrillo, hicieron oídos sordos a las órdenes que daba el tío del bigote negro.

La fotografía, por la cual fue premiado el reportero gráfico Manuel Pérez Barriopedro, de la Agencia EFE, a medida que pasa el tiempo sigue aumentando su valor de viñeta cachondeable. Si a las pocas horas de transcurrido el hecho la figura de Tejero parecía un anacronismo; ahora, nada más verla produce risa y propicia todos los chascarrillos posibles sobre un tío que se confundió de época. Un iluminado con ideas decimonónicas, que, cierto es, no estaba falto de partidarios que deseaban volver a disfrutar de una dictadura de derecha donde el orden de unos pocos primara por encima de las libertades de la mayoría.

Vengo oyendo y leyendo, mientras escribo, muchas declaraciones de personas que explican qué estaban haciendo aquel lunes, 23 de febrero de 1981, cuando parecía que algunos militares habían decidido que los españoles no sabían vivir en democracia y necesitaban del brazo firme de ellos, tal y como había venido ocurriendo en el siglo XIX y que tuvo su continuación antes de cumplirse la mitad del XX. Y apenas necesito hurgar en la alacena de la memoria para comprobar que a mí me cogió metido en una tarde de farra que duró hasta casi las primeras luces del amanecer.

Es decir, cuando el Congreso estaba siendo ocupado por el hombre que bien podía haber sido el anunciante del linimento Sloan, uno se deleitaba oyendo cantar por bulerías, entre buchitos de vino fino y exquisiteces sureñas.

Hasta aquel reservado, de un bar de Valdelagrana, cerrado a cal y canto para unos pocos afortunados, no llegaban las noticias. Puesto que ni la radio ni la televisión tenían cabida en aquel santuario del arte. Por lo tanto, confieso que cuando supe de qué iba el asunto del tal Tejero, éste iba ya camino de ser puesto a buen recaudo.

Entonces, en aquel lunes histórico, lo que menos podía yo imaginar es que, meses más tarde, iba yo a enterarme en Ceuta de muchas cosas relativas al intento de golpe de Estado. Y fue en El Rincón del Hotel La Muralla donde tuve acceso a conversaciones que no dejaban en buen lugar a ciertas personas a las que se les sigue sin caer de la boca la palabra democracia. Y a las que habría que contarles la anécdota de aquel monagillo que, ayudando a misa, siempre contestaba lo mismo: “Alabado sea el Señor”. Y a quien respondió el oficiante, harto de la misma respuesta: “Eso está muy bien cuando toca, hijo, pero hazme el favor de no ser tan pesado”. De todos modos, cierto tiempo después del intento de involución democrática, a mí me tocó ser testigo de un hecho que venía a demostrar que en España la democracia era todavía mirada con recelo.

Un juez decidió enviar a la cárcel a un periodista llamado Vicente Almenara, que escribía en el Diario de Ceuta, y nadie fue capaz de decir esta boca es mía a favor de quien había cometido el pecado de defender la línea editorial de su periódico. Fui a los Rosales a visitarlo, varias veces, y tuve la oportunidad de comprobar que ningún profesional del periodismo se había dignado a hacerlo. El miedo era libre y mucha la sumisión.
 

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