Lo primero que hago antes de
empezar a escribir es buscar en un anuario la fotografía de
Antonio Tejero donde aparece subido en el descansillo de una
escalera del Congreso de los Diputados, con una pistola en
la mano derecha y el brazo izquierdo alzado, para tener
acojonados a todos los parlamentarios que se habían dado
cita en el Congreso. Miento; no a todos: porque hubo
personas que supieron tragarse su miedo y se mantuvieron en
posiciones dignas. Adolfo Suárez, Gutiérrez Mellado y el tan
denostado Santiago Carrillo, hicieron oídos sordos a las
órdenes que daba el tío del bigote negro.
La fotografía, por la cual fue premiado el reportero gráfico
Manuel Pérez Barriopedro, de la Agencia EFE, a medida que
pasa el tiempo sigue aumentando su valor de viñeta
cachondeable. Si a las pocas horas de transcurrido el hecho
la figura de Tejero parecía un anacronismo; ahora, nada más
verla produce risa y propicia todos los chascarrillos
posibles sobre un tío que se confundió de época. Un
iluminado con ideas decimonónicas, que, cierto es, no estaba
falto de partidarios que deseaban volver a disfrutar de una
dictadura de derecha donde el orden de unos pocos primara
por encima de las libertades de la mayoría.
Vengo oyendo y leyendo, mientras escribo, muchas
declaraciones de personas que explican qué estaban haciendo
aquel lunes, 23 de febrero de 1981, cuando parecía que
algunos militares habían decidido que los españoles no
sabían vivir en democracia y necesitaban del brazo firme de
ellos, tal y como había venido ocurriendo en el siglo XIX y
que tuvo su continuación antes de cumplirse la mitad del XX.
Y apenas necesito hurgar en la alacena de la memoria para
comprobar que a mí me cogió metido en una tarde de farra que
duró hasta casi las primeras luces del amanecer.
Es decir, cuando el Congreso estaba siendo ocupado por el
hombre que bien podía haber sido el anunciante del linimento
Sloan, uno se deleitaba oyendo cantar por bulerías, entre
buchitos de vino fino y exquisiteces sureñas.
Hasta aquel reservado, de un bar de Valdelagrana, cerrado a
cal y canto para unos pocos afortunados, no llegaban las
noticias. Puesto que ni la radio ni la televisión tenían
cabida en aquel santuario del arte. Por lo tanto, confieso
que cuando supe de qué iba el asunto del tal Tejero, éste
iba ya camino de ser puesto a buen recaudo.
Entonces, en aquel lunes histórico, lo que menos podía yo
imaginar es que, meses más tarde, iba yo a enterarme en
Ceuta de muchas cosas relativas al intento de golpe de
Estado. Y fue en El Rincón del Hotel La Muralla donde tuve
acceso a conversaciones que no dejaban en buen lugar a
ciertas personas a las que se les sigue sin caer de la boca
la palabra democracia. Y a las que habría que contarles la
anécdota de aquel monagillo que, ayudando a misa, siempre
contestaba lo mismo: “Alabado sea el Señor”. Y a quien
respondió el oficiante, harto de la misma respuesta: “Eso
está muy bien cuando toca, hijo, pero hazme el favor de no
ser tan pesado”. De todos modos, cierto tiempo después del
intento de involución democrática, a mí me tocó ser testigo
de un hecho que venía a demostrar que en España la
democracia era todavía mirada con recelo.
Un juez decidió enviar a la cárcel a un periodista llamado
Vicente Almenara, que escribía en el Diario de Ceuta, y
nadie fue capaz de decir esta boca es mía a favor de quien
había cometido el pecado de defender la línea editorial de
su periódico. Fui a los Rosales a visitarlo, varias veces, y
tuve la oportunidad de comprobar que ningún profesional del
periodismo se había dignado a hacerlo. El miedo era libre y
mucha la sumisión.
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