Más de una vez he declarado, en
esta columna, que soy madridista desde que vestía pantalón
corto. Es decir, de cuando el Madrid sin Di Stéfano las
pasaba canutas y casi todos los españoles eran hinchas
furibundos del Athletic de Bilbao. Y hasta manifestaban el
porqué de esa atracción que sentían por el equipo bilbaíno:
“En el Athletic nada más que juegan los vascos”. Proclamaban
con orgullo. Ese sentir lo trasladaban también a otros
menesteres de la vida cotidiana. Si un policía se
extralimitaba en sus funciones, allá que las gentes
respondían que seguro que éste no sería capaz de
comportarse, así, en tierras norteñas. “¡Con los vascos
tendrían que dar!...”. Exclamaban a coro todos los
presentes.
Los vascos, pues, estaban muy bien considerados y se les
enjuiciaba siempre con la misma muletilla: “Son nobles
aunque un poco brutos”. Tener un amigo vasco daba para
mucho. Y, claro, los vascos, ya de por sí con el ego muy
subido de tono, llegaron a creerse que el serlo era más bien
un premio divino. De manera que les faltaba tiempo para
hacerse notar en cuanto salían de su tierra. Bebían más que
nadie, comían más que nadie, sus meadas eran más largas, y
cantaban con más fuerza que ningún otro habitante de una
tierra llamada España, a la cual pertenecían seres
inferiores.
Por lo tanto, en aquellos tiempos de postguerra, a los
vascos les hacían el artículo casi todos los habitantes de
una España sumida en la desesperación y el hambre.
Ciudadanos que veían en Vizcaya la tierra de promisión y
soñaban con coger la maleta y plantarse ante las oficinas de
los Altos Hornos para ver si conseguían un empleo. Recuerdo
que en los Altos Hornos trabaja un gaditano, de apellido
Sevillano, que debía tener mucha mano en la empresa. Pues
todo el mundo esperaba su visita a Andalucía para procurarse
una tarjeta de recomendación que, según decían, era mano de
santo. El tal Sevillano viajaba a su pueblo, El Puerto de
Santa María, en verano o cuando al Athletic de Bilbao le
tocaba jugar en Nervión. Y sus paisanos recibían al maketo
poderoso, esperanzados en ser de los distinguidos por el
garabato que ponía en la cartulina donde se especificaba su
posición en la industriosa Bilbao. Lo cual era garantía de
obtener un puesto de trabajo. Del Athletic era hasta Franco.
Y no porque al generalísimo le gustara mucho deleitarse en
aguas de Guipúzcoa, durante su período de vacaciones, sino
porque dicen que disfrutaba lo indecible viendo como los
leones alzaban la Copa que llevaba su nombre. Fue morir el
Caudillo y los leones perder el rugir con que asustaban a
sus rivales coperos.
Un buen día, de la mitad de los años 80, Antonio Vázquez, a
la sazón concejal de Deportes, me habló de si había alguna
posibilidad de que Telmo Zarra aceptara venir a Ceuta para
dar una conferencia futbolística. Llamé a Lezama, ciudad
deportiva donde se forjan los chavales que han de mantener
el prurito de que en el Athletic todos los que juegan son
vascos, para ponerme en contacto con Delgado Meco. Manolo, a
quien conozco desde que él era un niño, no dudó en
prepararme una entrevista telefónica con el héroe de
Maracaná. Y Zarra me causó una impresión extraordinaria. En
la charla, y aclarado que él no estaba en las condiciones
físicas precisas para hacer un viaje así, salió a relucir su
madridismo. “No lo vayas a publicar, Manolo, me dijo con
sorna; pues no están las cosas ahora como para que se sepa
que muchos jugadores vascos, de la época grande, nos bebemos
los vientos por un Madrid que nos agasaja a la menor
ocasión”. Yo sigo siendo del Madrid: aunque reconozco que me
dan ganas de no serlo cuando leo la prensa madrileña, que
tanto daño le está haciendo al club. Acabo de leer el As.
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