Una normativa para que ninguna persona dependiente quede sin
atención; una ley que reconozca el trabajo del ‘cuidador
informal’, la persona que ‘hipoteca’ parte de su vida para
prestar los cuidados necesarios a familiares, seres
queridos, amigos... Por un lado, se establecerán, dentro de
las prestaciones establecidas, las ayudas salario; también
está la asistencia en forma de atención domiciliaria; y
sobre todo, el programa de cualificación que hará de los
cuidadores informales, cuidadores reconocidos. El capítulo
2, del Título II del anteproyecto lo estipula: “Los poderes
públicos promoverán los planes de formación que sean
necesarios para la implantación de los servicios que
establece la Ley”. Pero va más allá: la disposición
adicional cuarta -el texto legal es como un laberinto para
los no entendidos en materias legales- dice que “el Gobierno
determinará la incorporación a la Seguridad Social de los
cuidadores familiares en el régimen que les corresponda, así
como los requisitos y procedimiento de afiliación, alta y
cotización”. Si se estiran el velamen de la dependencia, la
Ley servirá para formar e insertar en el mercado laboral a
un montón de madres, padres, hijas o nietas (la normativa
destapa una realidad de sobra conocida: las mujeres se han
responsabilizado en mayor medida del cuidado de las personas
dependientes).
La futura Ley de Dependencia pretende que quien cuida sea
también cuidado. Y que sus manos descansen un rato. Las
historias de mucho informales de Ceuta hablan por sí mismas.
1-. María cuida de Francisca
Como un bebe grande. Así es la cuñada de María (la
entrevistada prefiere no utilizar nombres reales). Hace
cinco años, Francisca perdió a su marido y la soledad entró
en su vida sin pedir permiso. Nunca había mantenido una
relación muy próxima con María, pero las circunstancias las
unieron pasados los sesenta. Los ordenadores si asumieron el
cambio de fecha al entrar en el año 2000, pero Francisca no
entendió que el mundo seguía girando. “Un día decidió que no
se podía mover” y desde entonces María no tuvo más remedio
que ir a su casa para hacer su comida y darle el almuerzo;
planchar su ropa y vestirla; preparar el baño y lavarla;
salir a hacer la compra y volver lo más rápido posible
porque, de repente, Francisca había empezado a necesitarla
168 horas a la semana. Durante varios meses, María y su
marido se turnaban para hacerle compañía, pero llegó un
momento que la situación se volvió insostenible: Francisca
estaba perfectamente lúcida y al mismo tiempo, la razón le
abandonaba. Entonces María y Antonio decidieron llevársela a
su casa.
“Me costaba mucho, no la entendía, de noche me daba miedo
por si se despertaba y salía de casa. Ni dormía ella, ni
dormía mi marido, ni dormían los vecinos. Era evidente que
necesitaban una ayuda más para salvar los momentos en que
tenían que hacer recados. El matrimonio de jubilados
contrató a una mujer para que, tres veces por semana, le
diera un baño y pasara un rato con ella, pero la dificultad
de conciliar el sueño seguía presente y optaron por llevarla
otra vez a su casa. Continuó cuatro meses a su cuidado, pero
el servicio de teleasistencia no era compatible con su
pensión de viudedad, y los Servicios Sociales le retiraron
la ayuda. “No podía quedarse sola, su casa no estaba
acondicionada para sus necesidades, y aunque se movía, no
podía estar sin nosotros”. Francisca dejó de ir y venir de
un sitio a otro, el neurólogo lo dijo bien claro: tenía
demencia senil y la soledad no debía convertirse en su mejor
amiga.
Se instaló definitivamente en casa de su cuñada y volvieron
a contratar a una cuidadora, pero “dejaba la puerta o
encendía el butano” y tras varios malos episodios, la mujer
abandonó el trabajo. El psiquiatra la recetó unas pastillas
y durante unos meses todo volvió “más o menos” a la
normalidad. La solución fue a corto plazo y no sirvió de
nada, María vivía para Francisca, cuidaba de su marido y
tenía que cuidarse a sí misma.
Residencia
“Nos ha costado y nos cuesta. Me quedé con la cosa de no
haberla llevado”. Antonio cogió el coche, copiloto:
Francisca, destino: residencia. Durante dos años, la
adaptación fue difícil; de viernes a lunes y los veranos la
traían a su casa, pero ahora “sólo los domingos”. María la
visita a diario, dice que está muy contenta. Por su estado
físico y mental, no puede volver a casa, pero ahora es
“mucho mejor así”.
“No es sólo la eficiencia en el trabajo, es el cariño que le
dan los trabajadores a los abuelos; no está pagado”. Con
casi 80 años, está tranquila y bien atendida en un centro de
mayores de la Ciudad Autónoma. “Siempre fue una ‘trajinanta’
–recuerda María con una sonrisa-, pero “ella no se esperaba
esta vejez”. El psiquiatra acude a menudo a la residencia
para verla, “y también el médico de cabecera”. Hace diez
días le dolía la cadera, “tiene artrosis y perdidas de
memoria transitoria, pero no tiene el colesterol alto y su
lucidez es absoluta”. “Me ha hecho muchas trastadas, pero la
quiero mucho y, si por mi fuera, la tendría conmigo en casa
para cuidarla”, asegura María. Aún así, reconoce que, tras
esta experiencia, ha decidido que si por algún motivo
tuviera que ir a una residencia, ella se haría la maleta,
“no quiero que mis hijos se vean en las mismas”.
Francisca siempre me decía “cuando yo sea mayor, seguro que
me abandonarás”. La mirada de María parece querer decir que
ha sido muy duro. Medita un momento y sus pensamientos se
traducen en palabras, “ha sido muy duro, tengo el apoyo de
toda mi familia, mis hijos la adoran y ella se siente
querida, pero –insiste- ojalá estuviera a mi lado para poder
cuidarla”.
2.-La visión horizontal de Fátima
Fátima quiere ser neuróloga. La carrera de Medicina suponen
5 años más dos años de residente para ejercer la
especialidad, pero espera aprobar primero de Bachillerato
para, en un par de años, entrar en la facultad de alguna
ciudad. En el salón de su casa, encima del sofá, hay un
libro de Lengua y Literatura. “Le encanta estudiar, de hecho
ponemos películas y documentales porque le gusta aprender”.
Es cierto, hasta hace un segundo estaba viendo un dvd.
Fátima no dice nada, es silenciosa, pero también muy
risueña, “se ríe un montón”, asegura su padre. Con 16 años y
medio es completamente consciente de lo que pasa, pero desde
hace cinco años, su vida tiene una visión horizontal. “Iba
con sus hermanos, cruzaron la carretera y un coche la
atropelló”. Hospital, inmovilidad temporal, médicos
especialistas, empeoramiento: parálisis cerebral. El
neurólogo les explicó que “estaba en los genes y que podría
acabar así, pero dijo que con 40 ó 45 años”, lamenta su
madre. Un total de 1.300 euros de indemnización fue el
resultado de la imprudencia al volante, pero Fátima “ya no
podía volver a ser la misma”. El accidente coincidió con un
robo a su padre, situación que le incapacitó para la vida
laboral y le dejó una pensión de 42 euros mensuales. “Yo no
he trabajado nunca, pero es que ahora mucho menos”, añade su
madre. Fátima se ha acostumbrado a su presencia, “se pone
muy triste cuando salgo de casa, no la puedo dejar sola, es
imposible”. Aparte del estado emocional, su estado físico la
limita para hacer una vida “normal”. Reposa 24 horas al día
en su cama adaptada –ayuda que recibió del Imserso- y no
puede ingerir sólidos, sólo se alimenta de zumos con pajita
y a través de una sonda. Recibe la visita de un trabajador
social dos veces por semana y tiene un profesor personal que
la ayuda a aprobar curso a curso. “Vamos a pedir una
enfermera para que nos ayude –su padre le da de comer y su
madre le asea-, pero no creo que nos la concedan, recibimos
muy poco apoyo”, afirma.
En el quiosco
“Necesito un trabajo cerca de casa para poder cuidar a la
niña; me da igual el tipo de empleo, un quiosco estaría
bien”, dice su padre. Desde hace un año, la enfermedad “ha
ido a peor”. Y hace unos meses tuvieron que llevarla a un
hospital de Sevilla para poder atenderla, el servicio de
transporte de Cruz Roja trasladó a la joven y su madre al
Puerto Marítimo porque la familia vive en un cuarto sin
ascensor y no tienen coche. “Necesitaríamos una casa de
planta baja que esté acondicionada para sus necesidades”,
apunta su padre. A las dificultades para encontrar un
empleo, la madre de Fátima añade que tiene problema de
circulación sanguínea y, desde hace un año, una fuerte
alergia le impide utilizar productos de limpieza. “Los
médicos me dicen que no use lejía ni productos similares
porque me afecta a la piel de las manos, pero tengo que
limpiar mi casa y a mi hija; ¿quién lo va a hacer sino?
Fátima tiene tres hermanos. El mayor estudia Derecho en
Granada y los otros dos –un chico y una chica- : uno está en
la Universidad de Ceuta y la otra hermana continúa en el
instituto. Ambos la miran y sonríen, asumen que su vida ha
cambiado mucho, pero “todos” se han acostumbrado, afirma su
padre. La familia hace “lo que puede para llegar a fin de
mes, la ayuda por la enfermedad de su hija se reduce a 250
euros, pero van “tirando porque es lo que toca” explica
resignado el padre. “Los médicos dicen que salga, que tiene
que salir para moverse un poco, pero no se dan cuenta de que
es muy complicado; no puede caminar y eso ya no es vida
normal”. Antes quería ser comadrona de mayor, pero ahora
está decidida a ser neuróloga. “Quiere estudiar su
enfermedad para saber qué le pasa”. Al oír las palabras de
su padre, Fátima sonríe de nuevo.
Principio que inspira...
“La Ley de Dependencia se inspira en el principio de
promoción de las condiciones precisas para que las personas
en situación de dependencia puedan llevar una vida con el
mayor grado de autonomía posible”.
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