Leyendo El País, durante la mañana
de un domingo donde prima el mal tiempo, me encuentro con el
siguiente titular: “La revuelta contra el asfalto despierta
a Ibiza”. El subtítulo me aclara el motivo por el que parte
del pueblo ibicenco se ha encabritado: por las obras de una
autovía que amenaza la riqueza natural de la isla.
Confieso que, antes de seguir leyendo la noticia, lo que me
extraña es que los ibicencos se manifiesten por algo. Ya que
el paisaje produce calma y una placidez que halla su
desahogo en cuanto se hace la noche y las discotecas
comienzan a funcionar. En rigor: los ibicencos son de una
pachorra capaz de poner de los nervios a cualquiera que
muestre un adarme de actividad.
Pero a medida que voy adentrándome en el meollo de la
cuestión, no entiendo por qué los opositores a esa autovía
no han cumplido con lo establecido en la isla desde tiempo
inmemorial: visitar a Abel Matutes para que éste decida lo
que conviene hacer. Mas pronto salgo de dudas: el dueño de
la isla es miembro del consejo de administración de Fomento
Construcciones y Contratas. La empresa a la que se le han
adjudicado las obras. Y, cómo no, es también dueño de la
cantera donde se extraerá la grava necesaria.
Hace más de tres décadas, Ibiza era un paraíso en el cual
las familias ibicencas destacadas no daban un paso sin
consultar a “don Abel” o al “Amo”, como yo tuve la
oportunidad de oír muchas veces entre payeses que habiendo
vendido sus tierras entraron a formar parte de un grupo de
nuevos ricos con dinero suficiente en los bancos y dueño de
acciones de hoteles muy rentables. Abel Matutes se atrevía
ya con todo: recuerdo cómo la denuncia de unos pilotos
ingleses, hizo que el ministro del Aire, un tal Benjumea
-cito de memoria-, firmara el derribo de un hotel que el
empresario y banquero había construido en sitio y con altura
suficiente como para ser un peligro para los aviones que
buscaban la pista de aterrizaje del aeropuerto de Es Codolar.
Bramó el dueño de la isla, pero el edificio fue volado
mediante la técnica de un desplome vertical e instántaneo,
para aprovechar ciertos materiales. Si bien el ministro,
poco tiempo después, sufrió la contra conveniente por
haberse metido con quien ya era un hombre intocable en la
España de Franco.
Abel Matutes se había dejado convencer, en aquel tiempo,
para figurar como presidente de honor del equipo de fútbol
de su tierra. Con tan mala fortuna que el equipo, faltando
16 partidos para finalizar la Liga, iba el último. Y, claro,
a un tipo ganador la idea del descenso no le cuadraba. Y fue
entonces cuando yo tuve la oportunidad de conocerlo.
Habiendo pertenecido al Español de Barcelona, durante su
época de estudiante, creía saber de fútbol y me dijo que él
estaba convencido de que ni conmigo, de quien le habían
hablado muy bien, era posible la salvación de la Sociedad
Deportiva Ibiza. Y prometió pagar una comida por cada
victoria conseguida. Pagó las dos primeras. Porque obtuvimos
doce victorias, tres empates y una derrota. Aunque no por
tacañería, sino porque no disponía de tiempo para distraerse
en menesteres secundarios.
En la segunda comida, celebrada en el restaurante El Yate,
situado en sitio estratégico de la bahía de San Antonio, me
sentaron a su izquierda, mientras un primo suyo ocupaba el
flanco derecho. Éste aprovechó la ocasión para proponerle un
negocio. Y Matutes, mirándolo despectivamente, le respondió:
“Antes prefiero regalarte la parte que me correspondería
poner en la sociedad y saldré ganando”. Los que se oponen a
ser desalojados de tierra y casa, para dar paso a la
autopista, ya han sido despreciados por Matutes. Lo cual es
peligroso y poco rentable.
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