A mí me gustan todos los géneros
literarios. Pero, desde hace mucho tiempo, vengo leyendo con
avidez el concerniente a las biografías. Y en cuanto tengo
ocasión, allá que busco el índice general de los anuarios
donde aparecen éstas y elijo una tras otra hasta dejarme la
vista pegada en el papel. También suelo darle rienda suelta
a mi interés por una clase de literatura que ayuda a
comprender los comportamientos de las personas, buscando en
la Internet a personajes de los que quiero saber.
El domingo, mientra hacía tiempo para ver un
Valencia-Barcelona que presagiaba emoción a raudales,
conseguí empaparme en la red del transcurrir de la vida de
Gonzalo Fernández de la Mora. Político y escritor, entre
otras muchas cosas, perteneciente al Opus Dei y a una
derecha que en su juventud se manifestaba, por la Gran Vía
de Madrid, en contra de la proyección de la película Gilda.
Fernández de la Mora fue ministro de Obras Públicas con
Franco y como escritor alcanzó su cenit con El crepúsculo de
las ideologías. Pero no es de sus logros como escritor de
los que quiero hablar, sino de una anécdota que he leído
sobre él en algún sitio que ahora mismo no me acuerdo y que
merece la pena recordar aquí:
Un día va a ver a Azorín y le cuenta, acalorado, que él
escribe por salvar y cantar la patria, regenerar España,
explicar a Dios y otros misterios. El maestro le responde,
tranquilo:
-Yo escribo para comer.
No me digan que el maestro no derrochó arte a raudales en la
respuesta. Y más que arte, lo que yo veo en tan certera
contestación es la humildad de quien, estando ya de vuelta
de todo, no soportaba que le contaran milongas, aunque
estuvieran adobadas de piadosas palabras y de posado de
miras altas que le iban muy bien a unos pocos para
entretener a quienes andaban casi siempre con la botarga
desatendida.
Calculando el tiempo en que la anécdota ocurrió, se me viene
a la mente el Azorín achacoso que paseaba por los
alrededores de la carrera de San Jerónimo, casi arrastrando
sus piernas y sin despertar la menor atención entre quienes
se cruzaban con él, pero todavía lúcido para poner a Gonzalo
Fernández de la Mora firme y sin ninguna capacidad de
reacción que no fuera la callada por respuesta y optar por
darse el piro.
-Yo escribo para comer.
Una frase rotunda, que debió hacer mella en la voluntad de
quien fue buscando consuelo para sus ideas en una figura del
98 que tuvo que hacer malabares para ganarse la vida en una
España sometida a vaivenes tumultuosos. Y si esta figura de
las letras, el hombre capaz de hacer de los detalles
pequeños una obra de arte, aclara las razones que tiene para
seguir escribiendo, qué coño pintan algunos diciendo que
escriben para ser respetados o temidos y demás zarandajas de
ese tipo. Hagan el favor, pues, de no contarles a la gente
el cuento del alfajor, y procuren ser más humildes de hecho
y no con palabras vanas y muletillas de andar por casa.
El oficio de escribir, además de aptitudes para
desenvolverse en él, está necesitado de trabajar diariamente
para conseguir dominar las reglas de un hacer que nunca se
llega a dominar en la medida que uno quisiera. Y no hay
mayor humildad que reconocerlo y encerrarse entre cuatro
paredes, muchas horas, para comprobar, con cierta
desesperación asumida, que es imposible obtener unos
resultados como los que han ido consiguiendo quienes nos
hacen dejar la vista en todo lo que escribieron. Un trabajo
arduo y que necesita la recompensa de una publicación
remunerada.
Lo cual muchos mediocres, perezosos y con ánimos de figurar,
persiguen y pocos obtienen. Ley de vida. Así que menos
invocar a Dios y más lecturas de Azorín.
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