Raúl del Pozo, en Vicios de la
corte, cuenta por encima el momento actual que vive José
María García. Copio textualmente parte de lo que dice Raúl
en uno de los párrafos de su columna dedicada al famoso
butanito: “Lo conozco desde la tenebrosa tormenta de nuestra
juventud, cuando el periodismo era aún un oficio de
forajidos; secuestraba a Legrá en la casa de su suegra, para
quitárselo a la competencia; incendiaba las noches con su
palabra”.
Pues bien, yo también vivía en Madrid cuando los forajidos
lo eran para sobrevivir y se comían los canapés a puñado en
todas las recepciones a las que iban para paliar el hambre
que proporcionaba el salario pagado por los periódicos.
Sabía, pues, cómo no, quién era García, pero mi relación con
él se fraguó años más tarde.
Todo comenzó cuando una mañana de la temporada 75-76, estaba
yo entrenando a los jugadores del Real Mallorca en el césped
del histórico Luis Sitjar, y la secretaria del club me dijo
lo siguiente: “El señor García le llama por teléfono”. “Que
llame más tarde, pues en estos momentos no puedo atenderle”.
“Dice que es muy urgente...”.
Así que dejé a los jugadores bajo el control del segundo
entrenador, llamado Turró y padre de la secretaria del
mallorqueta, y me encaminé hacia las escaleras que accedían
a las oficinas del club.
-Soy Manolo de la Torre, dime qué deseas de mí...
-Decirte que hagas el favor de no oponerte al fichaje de
Crispi.
-¿Puedes repetirme lo que acabas de decirme?
-Desde luego que sí. Te digo que Crispi va a firmar por el
Mallorca quieras tú o no quieras. De lo contrario, vas a
durar nada y menos en ese club.
-No escribo la respuesta que le di. Lo que sí recuerdo es
cómo a la secretaria se le puso la cara del color del yeso.
Dado que ella me apreciaba y sabía el poder que, entonces,
tenía el Fulano que me estaba imponiendo el fichaje del
cordobés Crispi. El mismo que, pasado los años, entrenaría a
la Asociación Deportiva Ceuta y con quien tuve una relación
estupenda.
Lo cierto es que cuando el jugador llegó a Mallorca, total y
absolutamente convencido de que la palabra de Supergarcía
era palabra de Dios, se encontró con que el presidente,
Antonio Seguí, le dijo que nones. Que Manolo de la Torre era
quien mandaba y sanseacabó. De manera que Crispi cogió su
maleta y, al parecer, regresó a tierras asturianas: su lugar
de residencia, en aquel tiempo, por haberse casado con una
chica del lugar.
A partir de entonces, yo ya estaba apuntado en la libreta de
las personas a las cuales había que perseguir. Pero a mí, en
los años setenta, me daba igual mandar al carajo a
Supergarcía como al limpiabotas de la esquina. No hacía
distingos entre poderosos y débiles, llegado el caso, porque
para mí todas las personas eran iguales. Craso error, del
cual nunca me he arrepentido, que me privó de conseguir
logros mayores en mi profesión.
Sin embargo, meses después de semejante encontronazo con el
gran urdidor de líos futbolísticos y caudillo de la noche en
las ondas, una denuncia de soborno hizo posible que volviera
yo a ser llamado por quien tenía a muchos presidentes
cogidos por los huevos.
-Te llamo para que me concedas en la radio la exclusiva de
cuanto ha ocurrido en esa compra que el director del Banco X
ha querido hacer para que el Mestalla gane en Mallorca y se
salve del descenso.
La entrevista se hizo en Mallorca. Y el gran hombre me
prometió todo lo que él se atrevía a prometer, confiado en
su poder omnímodo. Fiasco grande para mí. Pues, llegado el
momento, se acordó de cuando los periodistas actuaban como
forajidos.
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