El miércoles pasado, cuando estuve
en el bar del Hotel La Muralla observando el ambiente que
reinaba en las instalaciones, motivado por la comida que la
Ciudad había preparado en honor del presidente del Gobierno,
confieso que los ojos se me iban hacia el rincón donde
Eduardo Hernández solía moderar los ímpetus de los
contertulios que allí nos dábamos cita. Miraba a Juan
Jurado, el barman encargado de atendernos, y apreciaba que
seguía mostrando su amabilidad a pesar de haber cumplido
veintitantos años más, y los recuerdos afloraron de nuevo.
En ese rincón de una barra que vivió su época grande, hace
ya más de dos décadas, permanece todavía la placa grabada
con un lema que, la verdad sea dicha, no se cumplía. Pues se
hablaba de política, se criticaba todo lo criticable y más y
hasta los había que no pagaban las copas que se bebían y que
era lo único que no se prohibía.
Pero, aun así, merecía la pena acudir a esa cita diaria
donde nos esperaba el hombre que era capaz de poner orden
entre quienes estábamos dispuestos a salirnos de madre a la
primera vuelta de manivela. Y todo porque estaba recién
estrenada la democracia y la libertad de expresión se
manejaba como un arma arrojadiza en cuanto alguien nos
tachaba de haber ido demasiado lejos en nuestro comentario.
Eduardo Hernández, al cual suelo recordar cada año, hablaba
siempre de la democracia como de una criatura que estaba
dando sus primeros pasos y cuyos tutores no sabían aún cómo
conducirla por los caminos que la hiciera crecer sin que
desmereciera el enorme interés que había despertado entre
los españoles.
Interés solo comparable a la expectación que había generado
la proclamación de la II República. Aunque ésta, todo hay
que decirlo, apenas se mantuvo en pie por haber nacido en un
mundo y en una España que no reunían las circunstancias
apropiadas para que legislaciones tan adelantadas hubiesen
podido afincarse y hacer que el régimen no hubiera zozobrado
hasta su extinción, por medio de una guerra de la que media
nación quiere seguir hablando y la otra media pide silencio
sepulcral.
Es decir, lo de siempre: las dos España que buscan cualquier
motivo para malquistarse y echarse a la cara los
consiguientes improperios. Dicotomía que necesitamos como el
comer para buscarnos enemigos con quienes poder darle rienda
suelta a los demonios que todos llevamos dentro. Unos,
ciertamente, en mayor cantidad que otros.
Mas yo estaba hablando de Eduardo Hernández y de cómo
dirigía magistralmente aquellas reuniones en la barra de un
hotel donde las fuerzas vivas acudían a dialogar y uno
terminaba enterándose de cuanto acontecía en la ciudad. Era
sitio en el cual las anécdotas salían a relucir a cada paso
y donde muchos problemas se resolvían exponiéndolos en aquel
espacio reducido.
Aquel rincón del que suelo hablar de higos a brevas tenía
también, como cualidad, el hecho de que las mujeres que
acudían a él gozaban de opinión y, por tanto, las exponían
con total y absoluta tranquilidad. Lo cual conviene destacar
porque no es la primera vez que he oído decir que el Rincón
de la Muralla era un nido de machistas donde se fraguaban
intrigas y se condimentaban platos de mal gusto.
Una mentira, sin duda, que suelen propalar quienes nunca
tuvieron la oportunidad de hacerse un sitio como fijo en una
esquina donde Eduardo Hernández hacía muy bien en
seleccionar al personal que podía entrar a formar parte de
su mundo. Un mundo que, aunque parezca mentira, echamos de
menos quienes tuvimos la oportunidad de vivirlo
intensamente. Gracias, a ti, Eduardo.
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