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OPINIÓN - DOMINGO 5 DE FEBRERO DE 2006

 

OPINIÓN / EL OASIS

El mundo de Eduardo
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

El miércoles pasado, cuando estuve en el bar del Hotel La Muralla observando el ambiente que reinaba en las instalaciones, motivado por la comida que la Ciudad había preparado en honor del presidente del Gobierno, confieso que los ojos se me iban hacia el rincón donde Eduardo Hernández solía moderar los ímpetus de los contertulios que allí nos dábamos cita. Miraba a Juan Jurado, el barman encargado de atendernos, y apreciaba que seguía mostrando su amabilidad a pesar de haber cumplido veintitantos años más, y los recuerdos afloraron de nuevo.

En ese rincón de una barra que vivió su época grande, hace ya más de dos décadas, permanece todavía la placa grabada con un lema que, la verdad sea dicha, no se cumplía. Pues se hablaba de política, se criticaba todo lo criticable y más y hasta los había que no pagaban las copas que se bebían y que era lo único que no se prohibía.

Pero, aun así, merecía la pena acudir a esa cita diaria donde nos esperaba el hombre que era capaz de poner orden entre quienes estábamos dispuestos a salirnos de madre a la primera vuelta de manivela. Y todo porque estaba recién estrenada la democracia y la libertad de expresión se manejaba como un arma arrojadiza en cuanto alguien nos tachaba de haber ido demasiado lejos en nuestro comentario.

Eduardo Hernández, al cual suelo recordar cada año, hablaba siempre de la democracia como de una criatura que estaba dando sus primeros pasos y cuyos tutores no sabían aún cómo conducirla por los caminos que la hiciera crecer sin que desmereciera el enorme interés que había despertado entre los españoles.

Interés solo comparable a la expectación que había generado la proclamación de la II República. Aunque ésta, todo hay que decirlo, apenas se mantuvo en pie por haber nacido en un mundo y en una España que no reunían las circunstancias apropiadas para que legislaciones tan adelantadas hubiesen podido afincarse y hacer que el régimen no hubiera zozobrado hasta su extinción, por medio de una guerra de la que media nación quiere seguir hablando y la otra media pide silencio sepulcral.

Es decir, lo de siempre: las dos España que buscan cualquier motivo para malquistarse y echarse a la cara los consiguientes improperios. Dicotomía que necesitamos como el comer para buscarnos enemigos con quienes poder darle rienda suelta a los demonios que todos llevamos dentro. Unos, ciertamente, en mayor cantidad que otros.

Mas yo estaba hablando de Eduardo Hernández y de cómo dirigía magistralmente aquellas reuniones en la barra de un hotel donde las fuerzas vivas acudían a dialogar y uno terminaba enterándose de cuanto acontecía en la ciudad. Era sitio en el cual las anécdotas salían a relucir a cada paso y donde muchos problemas se resolvían exponiéndolos en aquel espacio reducido.

Aquel rincón del que suelo hablar de higos a brevas tenía también, como cualidad, el hecho de que las mujeres que acudían a él gozaban de opinión y, por tanto, las exponían con total y absoluta tranquilidad. Lo cual conviene destacar porque no es la primera vez que he oído decir que el Rincón de la Muralla era un nido de machistas donde se fraguaban intrigas y se condimentaban platos de mal gusto.

Una mentira, sin duda, que suelen propalar quienes nunca tuvieron la oportunidad de hacerse un sitio como fijo en una esquina donde Eduardo Hernández hacía muy bien en seleccionar al personal que podía entrar a formar parte de su mundo. Un mundo que, aunque parezca mentira, echamos de menos quienes tuvimos la oportunidad de vivirlo intensamente. Gracias, a ti, Eduardo.
 

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