La ministra de Cultura, Carmen
Calvo, mujer nacida en Cabra, pueblo que le debe al latín el
que los nacidos allí sean nominados como egabrenses, parece
ser que gusta de poner el mingo en casi todo cuanto dice o
hace. Para que luego digan que las mujeres se cortan por el
qué dirán. Cuando es todo lo contrario; las mujeres son
mucho más decididas a la hora de ponerse el mundo por
montera. De no se así, cómo hubiera sido posible que la
ministra acudiera a la celebración de los Premios Goya con
el traje que le había confeccionado Agatha Ruiz de la Prada.
Antes conocida como la mujer de Pedro J. Ramírez, pero que
al paso que va terminará dándole la vuelta a la tortilla.
Decía que la ministra no desaprovecha la menor oportunidad
para hacerse notar allá donde sus deberes ministeriales
exigen su presencia. Lo cual le acarrea un sinnúmero de
críticas negativas que tratan de ridiculizarla en todos los
sentidos. Pero ella, según se está viendo, se crece con el
castigo y uno piensa que terminará aburriendo a quienes la
persiguen con saña. Y es que las chicas de pueblo, cuando
nacen echadas para adelante, son capaces de presentarse en
Madrid y hasta ponerse un traje de color fucsia, con una
cenefa grande convertida en un arriate cuajado de flores y
de lacitos para mantenerlas erectas.
Aunque leídas las explicaciones de la dama cordobesa sobre
las razones que tuvo para ir disfrazada de lo que le salió
del moño a la excéntrica Agatha, uno cae en la cuenta de que
la ministra sabe más que Lepe y que se lo monta de puta
madre; como dicen los jóvenes desde hace ya mucho tiempo con
el ánimo de que nuestro lenguaje no se quedara estancado en
el Siglo de Oro.
Dijo la señora ministra que ella atendía a la petición de la
Asociación de Creadores de Moda, y que eligió ser vestida
por la mujer del director de El Mundo, y pieza clave en las
estrategias que se fabrican en la calle Génova, por el orden
alfabético con que piensa satisfacer los deseos de los
modistas que quieren tenerla como banco de prueba de lo que
diseñen. De tonta, como algunos han querido tacharla, esta
ministra no tiene ni un pelo.
Aunque es bien cierto que si la egabrense cumple su promesa,
la veremos convertida en un remedo constante de las
señoritas Sicur: aquellas hermanas gaditanas, que, en los
años esplendorosos del Cádiz liberal, vestían de manera que
llamaban la atención por querer representar lo que no eran.
Y de esa exhibición diaria, rozando casi siempre lo
esperpéntico, nació la palabra adecuada para referirse a
ellas con el cachondeo de la tierra: cursis. Es decir, con
una simple alteración de las silabas, todo Cádiz sabía de
qué se hablaba y de quiénes. Y, desde luego, el término
cursi hizo tal carrera que ha llegado hasta nuestros días
más fresco que el pescado que espera a ser izado en las
aguas de la Caleta.
En Cádiz, y en tiempo donde comparsas, chirigotas, cuartetos
y coros han comenzado su pretemporada, ha estado Mariano
Rajoy buscando firmantes a su denuncia contra Cataluña, como
dijo una gaditana en televisión y que pronto fue corregida
por su marido. El mundo al revés, porque a ciertas edades
son las mujeres quienes suelen decirles a sus maridos que no
abran la boca ni para decir misa. Una misa que parece ser
que peligra en algún templo ceutí, debido a no sé qué
problemas de olores. Está comprobado que hay hombres tan
exquisitos como mujeres cursis y bravas. Si no que pregunten
en cierto local donde una pareja de féminas beben y bailan
sin descansar y siempre acaban en greña. Con llorona
incluida por parte de una de ellas. Nada importante si no
representaran a una institución. Siempre es preferible la
cursilería de la ministra nacida en Cabra. Algo más
divertido que la bronca entre mujeres enamoradas.
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