Hubo un tiempo en el cual tuve
relaciones fluidas con Fernando Rodríguez Peral. Ocurrió
cuando Pedro González Márquez era delegado del Gobierno y
tenía a Fernando como asesor en la Delegación del Gobierno.
Fue una época difícil en la ciudad por mor del
enfrentamiento que generaba una cohabitación formada por
socialistas y políticos pertenecientes a un partido
localista. De un lado, estaba el delegado del Gobierno:
nacido en Tarifa y con unos conocimientos enormes de cómo
hay que ser en la calle. De otro, Francisco Fráiz: con un
gran tirón electoral; pero, como he repetido muchas veces,
en cuanto se sentía poderoso se convertía en un ser
atrabiliario y tronante a quien nadie podía soportar. No me
cansaré de repetir que Fráiz despilfarró, en dos o tres
ocasiones, un caudal de votos que le hubiera mantenido en el
cargo durante muchos años.
En medio de aquel ambiente enrarecido, con trifulcas diarias
y declaraciones salidas de tono en los periódicos por parte
de ambos bandos, Fernando Rodríguez nunca perdía la calma y
sabía mantener el tipo adecuado para cumplir con su cometido
de asesor, certeramente.
Mentiría si no dijera que nunca antes había tenido la
oportunidad de hablar con él y que el trato que nos
dispensábamos era correcto, sin más, y si me apuran hasta
distante, en según qué ocasiones. Nuestras relaciones,
vistas ya con el paso de los años, comenzaron a forjarse
entre dudas y mediante ese estudio precavido que se hacen
las personas cuando desconocen su carácter y tratan de
evitar entregarse demasiado para no tener que sufrir el
contratiempo que suele proporcionar el desencanto de
cualquier precipitación.
Y entre tanteos y tanteos, acuerdos y desacuerdos, fuimos
compartiendo charlas que nos sirvieron para ir forjando una
amistad distante, aunque siempre presta a que un buen día,
por cualquier motivo, suene mi teléfono o el suyo y allá que
nos ponemos a pegar la hebra para disfrutar de lo que a los
dos nos gusta: la lectura.
Espero, estimado Fernando, que no sea criticable el que yo
descubra en qué nos gusta emplear nuestro tiempo de ocio.
Porque, desgraciadamente, dar a conocer que uno es lector
está visto como una demostración de pedantería. Y propicia,
indudablemente, la reacción del merluzo de turno, etiquetado
con cinco estrellas de estupidez indiscutible. Ese tío,
jartible hasta la náusea y convencido de que está en
posesión de todas las virtudes que han de premiarse con ese
cielo hipotético al cual yo no aspiro y me imagino que tú te
lo estarás pensando.
De todos modos, y perdona mi digresión, lo que yo quería
decirte, Fernando, entre otras cosas, es que llevo mucho
tiempo sin ver que en la Delegación del Gobierno haya
asesores como tú. Personas capaces de relacionarse con las
demás, y que, sin poner en riesgo ningún secreto
profesional, estuvieran al cabo de la calle. Mas no creo que
ello sea de interés en las actuales circunstancias. Así,
opto por conocer la opinión que tienes de El Penal de El
Puerto de Santa María 1886-1981: libro que he querido que tú
tengas por saber, perfectamente, que es historia de la que
nunca te cansas de hacer acopio. Y te adelanto, además, que
ya obra en mi poder la Guerra Civil Española, de Antony
Beevor. Y que pronto estará también en tu biblioteca. Y todo
por amistad. Ésa que comenzó con pasos dubitativos, si bien
se ha ido consolidando sin prisas pero sin pausas. Como debe
ser entre personas poco dadas a dorarle la píldora a nadie,
porque sí. De las meditaciones que has puesto a mi
disposición, días atrás, te diré que me sirven para cumplir
con mi deseo de seguir aprendiendo de lo que no se puede
mejorar: lo escrito por los clásicos. O sea, que tu buen
gusto perdura.
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