Cuando principio a escribir,
sábado y a prima mañana, sé ya que no es un día cualquiera,
sino que se cumple un año de tu muerte, querida Encarna. De
ahí que sienta una necesidad imperiosa de recordarte. De
hablar de ti para que quienes no te conocieron sepan que sí
has existido. Que no eres producto de mi imaginación. Me
pondría a contar de qué pasta estabas hecha e innumerables
acciones para cantar las excelencias que te adornaban; pero
prefiero insertar aquí lo que te escribí cuando aún los
sentimientos hacían posible que las palabras pudieran
salirme atropelladas.
“Querida Encarna: hemos tratado por todos los medios demorar
estas líneas, a fin de que se serene el tumulto interior que
no cesa en nosotros. Pues tú, dada tu sempiterna
comprensión, entenderás que es menester cruel para quienes
tanto te quisimos, para quienes tanto te seguimos queriendo,
hablar de ti cuando acabas de morir y los sentimientos
zozobran en un mar de lágrimas a cada instante. Pero sucede
que debemos sorbernos nuestro dolor y reflejar aquí lo
importante que fuiste en nuestras vidas. Y creemos que lo
más conveniente es expresarlo cuanto antes mejor.
Debemos decirte que en la casa reina un silencio sonoro que
nos permite saber que continúas estando entre nosotros. Lo
cual produce un gran alivio a nuestro pesar. De los muertos,
y bien sabes que lo hablamos a veces, se hacen glosas que en
innumerables ocasiones no se corresponden con la realidad.
De ti, en cambio, tenemos la convicción de que, digamos lo
que digamos, pecaremos por defecto. Ya que resaltar tus
bondades nos resulta tarea imposible. Porque seguimos
pensando que naciste especial. Y especial fuiste hasta el
último suspiro.
En mi caso, que ningún vínculo de sangre me unía a ti, debo
confesarte que te he profesado el amor que siento por mis
seres más queridos. Y eso que apenas tuve la oportunidad de
disfrutarte. Aunque jamás olvidaré los seis años que hemos
compartido el mismo techo.
Tu prudencia, tu saber estar, tu predisposición a la ayuda y
tu sentido de adaptación a los tiempos que corren, me hacían
creer que estabas hecha de otros ingredientes. Que te
merecías, sin duda, el calificativo de ángel. Que así lo
proclamaban, y nunca dejarán de hacerlo, cuantos te habían
ido tratando.
Encarna te queremos, y te seguiremos queriendo, y jamás te
olvidaremos. Por más que el paso de los días vaya aminorando
el dolor que tu muerte nos produce. Es ley de vida. Aunque
te prometo que, de vez en cuando, le haré a tu sobrina todas
las payasadas que escenificaba para ti. Y nos reiremos a
mandíbula batiente. Con el único objetivo de recordarte.
Puesto que teniéndote presente estamos convencidos de que
viviremos mejor, pensaremos bien y puede que hasta rocemos
momentos de algo que llaman felicidad. La que tú nos ha
proporcionado con tu presencia y tu modo de ser”.
Un año ha transcurrido, Encarna Palomo, de que estas líneas
fueron lanzadas a la Internet, ese misterio que yo trataba
de explicarte y del que tú, a pesar de tu avanzada edad, no
te quedabas con la boca abierta. Por una razón muy sencilla:
porque tenías el don de valorar las cosas en su justa
medida. Gozabas de lo que se llama término medio. Una
cualidad tan celebrada como escasa en general. Un año en el
cual no ha habido día donde tú no salgas a relucir. Que si
la tita Encarna habría dicho, que si la tita Encarna hubiera
hecho, que si..., y así hasta llevarte prendida
continuamente en los vuelos de la memoria de quienes nunca
dejarán de quererte. Ah, de la casa se ha enseñoreado Oasis:
un perro labrador. Acertaste de pleno. Lo que tú no
supieras...
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