Me llaman por teléfono, a esa hora
de la mañana donde las calles están repletas de niños que
van hacia los colegios, para avisarme de que ha fallecido
Antonio de la Cruz. De manera que decido dedicarle este
obituario, aunque es algo que me cuesta lo indecible por
muchas y variadas razones, que no vienen al caso explicar ni
a nadie podría interesar.
Antonio de la Cruz, nacido en la Isla de León, es decir,
gaditano de pura cepa, quiso ser también ceutí, porque aquí
podía seguir viviendo muy de cerca todo cuanto acontecía en
el estamento militar. Un estilo de vida que a él le
chiflaba: una vocación no satisfecha, pero que vivió con
intensidad por medio del periodismo. Profesión que le
permitió contar cada día los pormenores de esa vida
castrense que él hizo suya. En su mesa de trabajo, en la
redacción, se agolpaban revistas, periódicos, libros y todo
papel impreso que tuviera que ver con la milicia.
A pesar de esa atracción que ejercía sobre él la
institución, pocas veces uno oyó a De la Cruz contar sus
peripecias en la División Azul. En tal aspecto, era muy
reservado y si se le recordaba ese pasaje de su vida, en
algún momento, él lo convertía en una tonilada: o sea, en
una expresión ingeniosa y aguda, tan corta como certera, que
despedía un fogonazo de humor e invitaba a cambiar de
conversación.
Periodista de la llamada vieja escuela, Toni (a mí me gusta
más el hipocorístico con i latina) no perdió nunca el
oremus, por más que el paso del tiempo y sus consecuencias
fueran relegando su modo de entender la vida al baúl de los
recuerdos. Una vida rica en muchos aspectos: pues nuestro
hombre supo divertirse como el que más y se privó de muy
pocas cosas hasta que los años lo fueron reduciendo al paseo
diario y a contar sus cosas en El Faro. Y es que el
periódico decano fue otro de sus grandes amores. Si bien en
ocasiones se vio precisado a salir de él por cuestiones que
tampoco merecen comentario.
De los muertos se suele destacar lo mejor, pero lo que voy a
decir de éste, vamos, del maestro Toni, ya lo dejé escrito
cuando le descubrieron ese busto que tiene ante la fachada
de la Comandancia General de esta tierra. A propósito, nunca
se le pudo elegir mejor sitio. De él dije entonces que, por
encima de cualquier otra cuestión, me quedaba con su
coherencia. Jamás renunció a sus ideas, conocidas
sobradamente, pero tenía suficiente sentido común, y el buen
gusto, para no expresarlas nunca con ánimos de herir la
susceptibilidad de nadie.
Hacía chanza de casi todo: pues como buen lector de Mihura,
había asumido que el humor sirve no para cambiar las cosas
sino para verlas desde otro punto de vista, y en esa burla
se escondía muchas veces la sapiencia de quien había vivido
sin importarle lo que pensaran los demás sobre él. Supo
desterrar los prejuicios y de esa manera pudo ir cumpliendo
años y venciendo la mala salud de hierro que lo iba poniendo
a prueba. Sin embargo, le ha sido ya imposible superar esta
cuesta de enero.
En fin, querido Toni, recordarte, por más que me desagrade
el porqué, es una obligación de quien anduvo una vez en
desacuerdo contigo, porque pensaba tener razones más sólidas
que las tuyas en lo que nos tocó discutir. No obstante,
aquel rifirrafe nos unió, poco tiempo después, más que nunca
lo habíamos estado. Y nuestro trato se convirtió en una
relación verdadera y podada de todas esas hipocresías que
tú, viejo zorro, olisqueabas mejor que un pastor alemán o
perro labrador. Termino diciéndote lo que se suele decir en
estos casos, tópico manido: en el cielo, por más que digan
doctores de la Iglesia que no existe, estarán ya muriéndose
de la risa contigo, gracias a tus toniladas. Bromas que
trataban de desdramatizar el ambiente en que vivías.
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