Cuando nos hablan del IPC, y, por
tanto, de cómo se ha encarecido llenar la cesta de la plaza,
es ya tradicional que sea el pollo el culpable de que
dejemos en los mercados más dinero. El pollo viene a ser
cual los niños: que siempre es bueno que los haya en casa
para que paguen los vidrios rotos. Cada vez que se habla del
pollo, a mí se me viene a la memoria el comenzar de los años
60 y los olores que salían de los primeros asadores que se
instalaron en las grandes ciudades. Oigo lo que dicen en un
telediario sobre el primero que se abrió en Barcelona y cómo
los viandantes se paraban ante su puerta para calmarse el
apetito con las emanaciones sudorosas que despedían las
aves. No en vano, un pollo asado costaba entonces el ojo de
una cara. Venía a salir por 74 pesetas, cuando los sueldos
estaban en dos talegos al mes, y poco más.
En Madrid era famosa la Gaditana: situada en la calle Cádiz
y donde tenía el cine Carretas la puerta dispuesta para
salidas en situaciones de emergencia. En ese asador, uno
llegó a comerse una granja entera. Gracias a que ya ganaba
un dinero muy curioso al mes. Comiéndome un pollo, poco
tiempo después de que se hubiera esfumado la hora vaga de
mediodía, me enteré yo del asesinato de John Kennedy,
mientras le entregaba a El Feo, un corredor de futbolistas,
el último plazo de su porcentaje por haberme colocado bien.
La noticia hizo posible que hasta El Feo, que pesaba cien
kilos y no precisamente por estar a dietas, se impusiera la
obligación de no zamparse lo que quedaba de su pollo
correspondiente. Y es que Kennedy nos caía bien a todos,
incluso cuando se nos fue contando que no era trigo limpio.
Muchas fueron las suposiciones que se hicieron sobre la
conspiración que hubo para matarlo. Porque Oswald quedó
descartado casi desde el principio. Se nos dijo que la
mafia, luego que había sido víctima del primer golpe militar
dado en los Estados Unidos, por medio de los Jefes de Estado
Mayor Conjunto, porque no querían ni el fin de la Guerra del
Vietnam ni tampoco de la Guerra Fría, a lo que estaba
dispuesto el presidente y que suponía un enorme descenso en
el tráfico de armas. Y muchas patrañas más.
Ahora, cuando ya el pollo está al alcance de casi todos los
españoles, por mucho que se le achaquen culpas
desestabilizadoras en los presupuestos alimentarios, nos
enteramos de que Fidel Castro fue el verdadero urdidor de la
trama que hizo posible el magnicidio. Y también se nos dice
que ello era algo que conocían desde los primeros momentos
el presidente Lyndon Johnson y el clan de los Kennedy. Y que
guardaron silencio por conveniencias de todo tipo, muchas de
ellas nada patrióticas.
Franco jamás llego a fiarse de los estadounidenses. El
Caudillo jamás les perdonó que la mentira sobre el
hundimiento del Maine sirviera como pretexto para
declararnos la guerra y hacer que Pascual Cervera, almirante
de la escuadra española, sufriera las consecuencias de una
derrota cantada en la bahía de Santiago de Cuba.
Nada nos ha extrañado, pues, que cuando aún creíamos que
Bush y Aznar mantenían relaciones cordiales, saliera Paul
Bremer, ex gobernador civil en Irak, arremetiendo contra la
actuación de los militares españoles enviados por el
anterior Gobierno. Lo cual nos demuestra que Franco sabía
más que un lepero.
Día llegará en que haya que negociar nuevamente el contrato
de las bases de Morón y Rota, entre otras cosas, y a ver si
entonces los políticos españoles tienen la habilidad
suficiente para hacer que esta gente pague las pérdidas que
ocasionará el que hayan torpedeado el negocio hecho con
Chávez. Franco detestaba a los estadounidenses, pero
necesitaba la leche en polvo y el queso de ellos. Que si
no...
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