Uno tiene la satisfacción, de vez
en vez, de acordarse que hubo un tiempo en el cual compartió
muchas horas de su vida con personas de las que se fue
distanciando por motivos diferentes. En algunos casos, ese
alejamiento se produce por causas tan absurdas como
inexplicables. Es el que contaba yo, el jueves pasado, que
se había producido tras la estupenda relación laboral que
mantuvimos Luis Fossati y yo cuando se hacía una televisión
local carente de medios, pero de manera atrevida y
entusiasta.
Eso sí, bastaron unas palabras amables de Luis en la SER de
Ceuta, recordando aquel pasaje donde ambos estuvimos
enfrascados en una apasionante tarea, y el acierto de
Patricia Salgado al ponerme al tanto de éstas, para sentirme
dispuesto a revisar la alacena de la memoria con cierto
regocijo. Y, por qué no decirlo, recreándome en la suerte de
saber que con nuestro trabajo fuimos unos adelantados en lo
que luego venderían como algo singular, por ejemplo, cadenas
televisivas como Canal Plus.
Me estoy refiriendo, entre otras cosas, al uso de la pizarra
magnética para explicarles a los televidentes los
movimientos tácticos del partido que habían presenciado. Y
muchas acciones del juego que se les aclaraba moviendo
figuras imantadas en aquel campo de juguete.
En aquellos programas televisados, sometidos a una
precariedad de medios inimaginables, contaba mucho la
imaginación. Esa loca de la casa a la cual tanto le temía
Fossati: un técnico que lo pasaba muy mal en cuanto se
hablaba de improvisar y de salir al espacio en condiciones
tan inseguras.
Ni que decir tiene que nuestra alegría se disparaba en
cuanto nos llamaban muchos de los que se enchufaban a
nuestra emisora para contarnos lo bien que se lo estaban
pasando. Personas que esperaban tener cubierto el ocio de
las tardes dominicales con lo que nosotros les ofrecíamos.
También es verdad que los había exigentes al máximo: tal vez
porque nunca calibraron las dificultades que ofrecía lo que
se les estaba proporcionando.
Pero hay más: el que Luis Fossati contara en la radio estas
peripecias de hace tantísimos años, además de sentarle muy
bien a mi ánimo, me va a permitir que pase casi de puntillas
por otro pasaje de mi vida en esta tierra del que suelo
hablar poco y cuando lo hago es entre bastidores y según con
quienes esté pegando la hebra.
En momentos donde tanto se está hablando de la Asociación
Deportiva Ceuta, a mí se viene a la memoria los domingos de
fútbol en un Alfonso Murube a donde los aficionados iban en
cantidad y mostraban unas exigencias inexistentes
actualmente.
Me explico: en aquel equipo, que yo dirigí en esa época,
había muchos futbolistas locales cuyo rendimiento estaba en
fase declinante, mientras otros comenzaban a despuntar sin
haberse fogueados en la categoría. Con ese equipo estuvimos
mandando en la clasificación durante bastantes semanas y
ocupando los primeros puestos durante gran parte de la
temporada. Sólo las graves lesiones de Paco y Lópe Acosta,
dos delanteros insustituibles, nos privaron de alcanzar un
triunfo resonante en aquella temporada. Mas no es, créanme,
ese el punto crucial que yo trato de aclarar en esta
columna, aunque sea de manera superficial. Lo que quiero
decir es que los aficionados, estaban en su perfecto
derecho, nos abroncaban incluso remontando un 0-3 adverso
ante conjunto muy encopetado. Y hasta nos despedían con
música de viento levantisco, tras empatar con un rival
extraordinario y al que nos habíamos enfrentados con un solo
delantero, firmado urgentemente de las filas del Imperio.
Resumiendo: jugar hoy en el Murube es como hacerlo en el
patio de nuestra casa. Lo cual no es saludable para el
fútbol.
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