Durante mi paso por el ministerio
de Marina, donde hice la mili como infante a las órdenes del
almirante Abárzuza, ministro del asunto, conocí a un brigada
cuya forma de entender la disciplina servía de mofa para
cuantos prestaban sus servicios en la planta principal del
ministerio. Allegue se llamaba el suboficial que cuando
sonaba el teléfono y le tocaba hablar con un superior se
cuadraba y hasta daba cabezazos para recitar, casi
ininterrumpidamente, la siguiente letanía:
-A sus órdenes, a sus órdenes, a sus órdenes...
Preguntado el brigada por las razones que tenía para
cuadrarse y hasta taconear hablando por teléfono, respondía
con así:
-Por si acaso el superior me ve...
Aquel hombre, que había encontrado en la Marina su rincón de
seguridad, padecía de sumisión; pero carecía de disciplina.
Pues luego se demostró que incumplía muchas normas de su
cometido como militar.
A las instituciones hay que respetarlas, faltaría más, pero
jamás someterse a la voluntad de sus componentes porque sí.
Y mucho menos cantar las excelencias de quienes las
representan y se arrogan facultades sin más razón que la
propia voluntad de erigirse en adalid de una causa que no
les toca a ellos enjuiciar públicamente.
Es lo que ha ocurrido, días atrás, con el teniente general
José Mena y su arenga contra la posible extralimitación
constitucional del Estatuto de Cataluña. Que ha hecho
posible que surjan individuos, pocos ciertamente, haciendo
apología de la anacrónica actuación de un militar que parece
estar viviendo aún el siglo XIX.
Esos sujetos, aduladores siempre de los más poderosos, son
quienes me han hecho recordar al brigada que, con sus
actuaciones serviles, lograba que hasta el propio ministro
se desternillarse de risa cuando le contaban las peripecias
telefónicas del suboficial.
A mí también me gustaría reírme de la defensa a ultranza que
algunos sepulcros blanqueados han hecho de las declaraciones
del teniente general, si no fuera porque la alocución de
José Mena es peligrosa para la sociedad y, por tanto, para
la democracia.
Eso sí, claro ha quedado que en todos los sitios hay sujetos
deseosos de que volvamos otra vez a vivir los
pronunciamientos decimonónicos, donde una comisión formada
por dos sargentos y un soldado pidió a la reina gobernadora,
María Cristina, que firmase un decreto para restablecer la
Constitución de 1812, a lo que no tuvo más remedio que
acceder. Aunque el llamado Motín de la Granja tuvo algo
bueno: puso de acuerdo a moderados y progresistas para limar
asperezas y no soliviantar, durante breve tiempo, a los
espadones. Generales que formaban parte del juego político;
pues cada uno se inscribía en la órbita de un partido
político y gobernaba mediante civiles de este partido. Una
mezcla de militarismo y civilismo en dosis diversas, hasta
que la Restauración inclinó la balanza hacia el segundo
término de la ecuación. Y qué decir de lo que vino detrás.
Cierto es que los militares actuales siguen teniendo todo el
derecho del mundo a pensar políticamente como crean
conveniente. Si bien han de evitar los excesos verbales,
carentes de neutralidad, que han hecho que el ministro de
Defensa, José Bono, haya actuado en el caso conocido, con
rapidez y firmeza.
Si acaso, y buscando algo positivo en la arenga del teniente
general, conviene recordar que después de la tormenta viene
la calma. Y que durante esa calma los políticos catalanes
optarán seguramente por ser prudentes en sus pretensiones.
Puesto que se han estado pasando de lenguaraces y exigentes.
Menos mal que la democracia funciona incluso con fulanos
defensores todavía de la España de Espartero y Narváez.
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