Las conversaciones en las barras
de los bares pertenecen a la idiosincrasia ibérica y
servidora, en ese aspecto, es celtíbera pero prudente, más
bien tirando a visigótica, del ADN de Recaredo por parte de
madre. Pero en la jornada de ayer viví una experiencia que
fue pura pincelada navideña ¿Qué si fue un retazo de cuento
de Navidad al estilo anglosajón? No, demasiado idílico y con
demasiada moraleja. El escenario era más bien corriente: la
barra de la cafetería que se encuentra en la parte de abajo
del Málaga Centro, a la vera del Cutre Ingles, que no Corte
Inglés que ese es el de Marbella, malagueño. Allí dejan
fumar y yo paladeaba melancólicamente un Chesterfield ante
un café viudo ¿Qué si estaba melancólica rumiando mis penas?
No. Es que, el muchacho acababa de sacar una espléndida
paella de la cocina y me la colocó, en un alarde de sadismo,
justo enfrente de la nariz.
A esto llegó una pareja tipo antiglobalización, es decir, el
con pelambreras y pañolete palestino y ella punkie,
preguntaron si se podía fumar, como les señalaron los
ceniceros se asentaron en los taburetes a mi vera y el pelúo
pidió una tapa de arroz “¡Jefe, marchando una de arroz!” El
camarero metió el cucharón de madera en la paella y yo
comenté con un suspiro “¡Que rica! Y además debe estar echa
con arroz Diamante porque los granos están sueltecitos” El
del bar me miró inquisitivo “¿Quiere usted que le ponga una
tapita?” Volví a suspirar “¡Ojalá! Pero es que no puedo” El
de los pelos y la chica cuchichearon sin dejar de mirarme y
él se dirigió a mí “Señora, pida usted si quiere una tapa
que yo la invito” Aparté mis ojos extasiados del arroz
humeante que olía a la bendición de Dios y susurré en su
dirección “Muchas gracias, pero es que no puedo” Mi
contertulio me miró con una pena inmensa “Pues por eso no se
preocupe, señora, que a la tapa la invitamos y al café
también” Alargó la mano y me apretó al antebrazo. Creo que
en ese momento volví a una realidad que no estaba centrada
en el apetitoso olor que emanaba la paellera y comprendí,
angustiada que, esos jóvenes creían que mi indigencia era
tal que no podía costearme unos bocados de arroz. Bueno, mi
aspecto debía ser de descuidada elegancia, que es como llamo
yo a ir en vaqueros raídos y con zapatos de deporte con
señas inequívocas de mucho uso, pero de ahí a tomarme con
una pensionista, es decir, una desheredada, debía haber un
Universo de matices. Parpadeé avergonzada “No, perdona, es
que no puedo porque estoy a régimen y no puedo comer
hidratos de carbono- me siguieron observando con una
incredulidad teñida de compasión- Mirad- comencé a sacar de
mi mochila los botes de Camilina y Ortosifón, L-Carnitina-Q10,
glucamano saciante, una manzana de mal aspecto y un pedazo
de pan integral mordido al que di otra dentellada
consoladora- Controlo las calorías” La voz de la chica
destilaba compasión “Ah, ya, usted tiene el problema”. Y
cuando se habla de comer “el problema” es la puta anorexia
que, por cierto no padezco, tengo mis manías pero controlo.
El pelúo había dejado enfriarse la tapa de arroz en el curso
de la charla y parecía no apetecerle ya, tragué a duras
penas el mendrugo de pan integral saciador y quise darle a
mi voz un tono alegre “Venga ¡Es Navidad! Dejadme que os
invite yo” La pareja hizo un gesto de protesta, pero me
dejaron pagar. Por ser Navidad.
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