Ya sé que cada año, en cuanto se
acerca el 6 de diciembre, día en el cual la Constitución
española fue ratificada en referéndum por el pueblo español,
el presidente de la Ciudad ha de hacer verdaderos malabares
para mantener el interés de los actos que él preside a fin
de conmemorar tan feliz acontecimiento.
Sin embargo, su deseo de darle brillantez al espectáculo le
impide darse cuenta de que las distinciones a voleo son tan
absurdas como innecesarias y contraproducentes. Por una
razón muy sencilla: premiar por premiar es devaluar los
méritos de quienes puedan haber merecido la distinción en un
día tan señalado en el calendario español.
Los premios, como los adjetivos, cuando son más de tres
carecen de sentido y más que ayudar a la causa lo que
consiguen es desmerecerla. Por tal motivo, ese homenaje a
los parlamentarios, días pasados, me pareció a mí un
derroche de enaltecimiento a personas que, salvo
excepciones, lo único que han hecho es sentarse en un escaño
para levantar la mano y si te vi no me acuerdo.
Parece ser que mi manera de pensar al respecto, plasmada en
una columna, no ha caído muy bien entre algunos de quienes
vivieron un momento estelar por ser alabados cual si fueran
políticos cuya andadura parlamentaria hubiese hecho posible
que esta ciudad hubiera conseguido un estado de gracia
imperecedera, por el esfuerzo de ellos en la capital del
reino.
Que esos algunos se hayan acordado de todos mis muertos es,
además de lógico, cuestión de escasa importancia, por no
decir ninguna, y que entra dentro de la forma de aceptar los
políticos las críticas. No olvidemos que para el político la
prensa siempre es perversa, incluso para el político que
triunfa. (Leopoldo Calvo Sotelo).
Lo lamentable, pues, está en que esas personas se hayan
creído, a pie juntillas, que son merecedoras de aparecer
ante los ciudadanos cual ejemplares de entrega y sacrificio
a favor de esta tierra. Craso error.
A no ser que crean, como decía uno de los distinguidos en
fecha tan fausta, que la labor de pedigüeño es en la vida
parlamentaria motivo relevante para que el ministro del
momento los pueda destacar en un corro de señorías en los
pasillos del edificio situado en la carrera de San Jerónimo.
Y es que pedir en nada desmerece al hombre. En absoluto. Por
más que a Felipe González lo vistieran de limpio, en
su momento, por considerarlo un pedigüeño de los fondos
europeos.
Ahora bien, quien pide para su pueblo, por mucho que le
regalen el oído comparándole con la constancia que en tal
menester tienen acreditada los catalanes, si no consigue
nada es igual que sembrar con mala simiente. Lo cual le
inhabilita para presumir de logros y, desde luego, su labor
jamás podrá calificarse de sobresaliente y ser premiada con
fuegos artificiales.
No se trata, por tanto, de hacer una crítica feroz contra
quienes han hecho de la la política una profesión. Y de la
que ni con agua caliente hay nadie capaz de despegarlos.
Porque están en su perfecto derecho de hacer lo que les
gusta y de vivir en Madrid como padres de la patria y en
algunos casos, todo hay que decirlo, aprovechándose de la
situación para meterse en negocios que les ayuden a soportar
el tren de vida que llevan.
De lo que se trata, en cambio, es de poner las cosas en su
justo sitio. En su justo sitio ha estado, una vez más,
Francisco Fráiz -a quien pocas concesiones le he hecho
durante casi tres lustros-, al no darse por aludido en lo
tocante al ya manoseado homenaje de los parlamentarios en el
día de la Constitución. Es quien mejor ha sabido salir del
trance. Y con su actitud, ha ayudado a que los premios no
sean aún más decadentes. Y a otra cosa, mariposa. |