Vistosa es la foto de portada que
veo en este periódico antes de ponerme a escribir a primera
mañana del jueves. Es la prueba palpable de que los
políticos no pierden la menor ocasión de querer
inmortalizarse por medio del dagerrotipo.
Muchos de ellos tienen dos cosas muy principales metidas
entre ceja y ceja: subirse el sueldo a la menor ocasión y
darse bombo. Y el aniversario de la Constitución española,
ha cumplido ya 28 tacos, era ocasión que ni pintiparada para
que se dieran un homenaje y se dijeran unos a otros, al
menos por un día, los enormes sacrificios que han hecho con
dedicarse a la política con profesionalidad (Profesional es
el que cobra por hacer su trabajo). Y, desde luego,
airearlos para que la gente sepa que ha habido -y hay-
padres de la patria empecinados en defender los derechos del
pueblo hasta límites insospechados.
Cuando los políticos hablan de lo mucho que hicieron a favor
de la democracia y del gran papel que cumplieron durante la
transición y de qué manera se opusieron al franquismo,
conviene poner en cuarentena sus palabras. De igual manera
que sucede con quienes alardean, una y otra vez, de haber
corrido delante de los grises.
Si uno mira detenidamente la fotografía de la portada,
antedicha, no tiene más remedio que darse cuenta de que en
ella existen reconocimientos democráticos a ciertas personas
que nunca vieron con buenos ojos la llegada de la
democracia. Y, por lo tanto, detestaban la Constitución.
Aunque cuando se percataron de que el cambio era ya
irreversible, no tuvieron más remedio que unirse al coro de
los verdaderos y gritar con más fuerza que nadie su pasado
mentiroso. Es la forma de proceder de los conversos a la
fuerza.
El año de 1982 fue clave en el devenir de la España
democrática. Y a mí me toco vivirlo en Ceuta, en sitios
adecuados para enterarme cada día de cómo eran los
comportamientos de quienes luchaban a brazo partido para
ocupar un cargo político.
Los hubo que fueron parlamentarios para evadirse de la falta
de interés que a ellos les producía el desempeño de su
empleo y el cansancio de estar sometido a la rutina diaria
de vivir en una ciudad pequeña y todavía carente de los
atractivos actuales. Y, además, se encontraron con un
Madrid, el de la movida, invento de aquel alcalde, a quien
alguien con mucha mala leche motejó de víbora con cataratas,
en el cual las noches eran fiestas interminables. Y los
vasos largos se bebían bajo la consigna de: “Hasta verte,
Jesús mío”.
Eran parlamentarios que se hicieron noctívagos porque sabían
que ser diputado o senador de Ceuta, y de otros muchos
sitios, sólo les valía para levantar la mano y poder
dormitar en el escaño, durante las sesiones, a fin de
reparar en parte la merma de sueño producida por ronear
durante las noches en sitios ostentosos. Un roneo que
continuaban ejerciendo cuando les tocaba volver a casa y se
ponían a contar las peripecias políticas a los militantes de
su partido y afines a ellos.
Luego, con el paso de los años, accedieron a senadores y
diputados personas con un pasado de derecha rancia que te
cagas. Como bien diría Elvira Lindo. Un pasado que
sigue almacenado en la primera estantería de la memoria por
si acaso. Y encima alguien, de entre los premiados, dice que
es un orgullo que se acuerden de los parlamentarios que “nos
encontramos lejos de Ceuta”. Como si el gachó no llevara ya
muchos años subido en el machito de aparentar, cobrar, y no
doblar las visagras. En lo tocante al trío de parlamentarios
anteriores a los del 82, yo sólo conocí a Serafín Becerra.
A quien le profeso afecto. Por lo dicho, no me extraña que
los jóvenes menosprecien la profesión política y no crean en
ella.
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