La Constitución es homenajeada, un
año más, y ya han transcurrido veintiocho. Tiempo más que
suficiente para que los políticos dejen de usarla como arma
arrojadiza y procuren que el texto constitucional
progresista y más duradero en la Historia de España, siga
garantizando la convivencia democrática de los españoles. En
mi caso, cuando abro el librito de la Constitución los ojos
se me van derecho al Título Preliminar, y busco
inmediatamente el artículo 2. Lo copio:
“La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de
la Nación española, patria común e indivisible de todos los
españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía
de las nacionalidades y regiones que la integran y la
solidaridad entre todas ellas”. Cierto es que la
Constitución está hecha por hombres y éstos yerran y, por
tanto, el trabajo que hicieron en su día debe estar sujeto a
revisiones. Pero nunca hasta el punto de atentar gravemente
contra ese artículo 2.
Mas no es día, al menos para mí, de adentrarme por
vericuetos pertenecientes a personas doctas en la materia y
sí de recordar cómo se vivía en Ceuta la incipiente
democracia en el verano de 1982. La ciudad era un hervidero
político. La gente se interesaba por todo lo concerniente a
los partidos y los políticos, aunque muy verdes en su labor,
vivían con suma intensidad sus ideas y trataban de conseguir
sus logros de manera apasionada. Se suscitaban discusiones
por doquier y cualquier lugar era bueno para debatir con
fuerza y hasta para hacerlo a voz en cuello.
Así, después de más cuarenta años donde los ciudadanos
guardaban un silencio impuesto por quien alardeaba de no
meterse en esas cuestiones, la gente vivía con frenesí el
momento de la transición de una dictadura a una democracia.
Y la falta de costumbres democráticas era evidente en todas
las clases sociales.
Había un sitio en Ceuta, llamado el Rincón de la Muralla,
donde acudían las fuerzas vivas de la ciudad y se
discreteaba de todo. Era una tertulia formada por hombres
que habían vivido muy bien con Franco, pero que
trataban de hacerse a la idea de que se imponía un cambio.
Si bien estaban todavía atenazados por las dudas.
En esa tertulia se recordaba muchas veces a un militar que
iba a ser decisivo en la labor emprendida por Adolfo
Suárez: Manuel Gutiérrez Mellado. Comandante general y
delegado del Gobierno en Ceuta, en 1975. Y a nadie le
extrañó que El Guti causara esa impresión fantástica cuando
se enfrentó a los guardias civiles de Tejero, el 23 de
febrero de 1981, en el Congreso de los Diputados. Puesto que
contertulios como Eduardo Hernández, Villar Padín,
Ricardo Muñoz, Francisco Fráiz..., conocían muy bien el
buen talante de aquel hombre dispuesto a aplacar la
inquietud en los cuarteles.
En aquel tiempo, de ese año de 1982, me presentaron a
Serafín Becerra: un tipo que me causó, nada más verlo,
una impresión inmejorable. Lucía cara de boxeador y manos de
gigante. Había sido procurador en Cortes por el tercio
familiar, concejal, y pronto causó baja como senador
perteneciente a la UCD.
En octubre de 1982, claro está, ya se daba por descartado un
triunfo socialista. Y a Ceuta viajó, días antes de las
elecciones generales, Luis Solana. Quien vino la
ciudad para transmitirles a los militares un mensaje de
serenidad. Y adelantó que en cuanto Felipe González
se convirtiera en presidente, habría señores de uniforme que
se pondrían inmediatamente a sus órdenes. Les habló de
olvidar el pasado y de cómo los mandos, en un ochenta por
ciento, querían un nuevo modelo de España. La democracia se
consolidó. Aunque el artículo 2, del Título Preliminar de la
Constitución, esté en peligro.
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