Agosto está acabado y uno se quita
un peso de encima. Es un mes marcado por el sino de las
pasiones y complaciente con las tragedias. Se suceden los
siniestros: arden bosques, se estrellan aviones, descarrilan
trenes, y en el Líbano hace apenas nada que se estaban
matando los mismos de siempre. Y, por si fuera poco, a los
machos les cunde el darle matarile a las mujeres. ¡Qué
horror, en medio de las calores y de la gente queriendo
viajar porque sí!
Agosto es también el mes fatídico de los toreros; tal vez
sea porque se les acumula el trabajo. Es el mes en que murió
Ignacio Sánchez Mejías: un torero renacentista, cuya muerte
fue cantada por Lorca. En Agosto ocurrió lo de
Manolete en Linares; aunque la faena de Islero
sirvió para que los españoles olvidaran que poco antes la
muerte se había enseñoreado de Cádiz. Nadie sabe aún por qué
Franco no depuró culpas y sí impidió que a Pery,
marino que arriesgó su vida, le concedieran la Laureada.
¿Fue un sabotaje la explosión del depósito de minas que
había en Puntales?
Cada agosto, la alacena de la memoria se me abre de par en
par y me permite recordar cómo era aquel 1947 del siglo
pasado: había hambre, sabañones, cartillas de racionamiento,
colas, pan negro, azúcar amarillo, boniato y chocolate
terroso. Los niños tenían que ser protegidos del piojo verde
con bolitas de alcanfor que llevaban colgadas al cuello como
si fueran escapularios. Abundaban los tuberculosos y la
penicilina sólo estaba al alcance de las clases especiales.
Así, la gente se moría con más frecuencia de la debida.
Había hombres con el color de la desesperación cincelada en
la cara; era como tirando a color de ala de mosca. Y en las
esquinas el estraperlo de barras de pan, y la prostitución
se hacía sin tapujos. Eso sí, los niños aprendíamos de
memoria los nombres de los reyes godos y el catecismo del
padre Ripalda.
Menos mal que Matías Prats comenzaba ya su exitosa carrera y
nos hacía creer, con su facundia, que España seguía siendo
una tierra de destino Universal y un lugar donde el ocio
estaba al alcance de todos los españoles.
De guardar cola para comprar nuestra ración de boniatos
aprendí yo lo indecible. Verdad es que lo que no mata
engorda. Sí, en esas filas de a uno, bajo las miradas
inquisitivas de los guardias, los niños nos hicimos mayores
antes de tiempo. No cabe la menor duda de que el hambre
aguza el ingenio, aunque la inedia propicia el raquitismo.
Veo que se me ha ido el santo al cielo, pues estaba hablando
de las malas ideas del mes de agosto y les he pegado un
mitin de cuando España vivía el nacionalcatolicismo a tope y
los niños pobres vieron la llegada de la leche en polvo y el
queso americano, como una bendición del cielo.
A lo que iba, en un 15 de agosto de 1964, en un Madrid de
habitantes simpáticos y algo chuletas, con tranvías,
bulevares, pregones, pocos coches, etc, murió Manuel Leyton Perea, El Coli. Un banderillero con una
leyenda de mujeriego que para sí la hubiera querido el
mismísimo don Juan. Conocí yo a El Coli, jerezano él, aunque
afincado en Madrid, porque frecuentaba sitios a los que yo
solía ir. Era un gitano de ojos verdes y belleza varonil,
que ejercía un atractivo irresistible para las mujeres.
Nunca lo había visto torear, hasta esa tarde gris de Las
Ventas. Hizo el paseíllo a las órdenes de Copano, de
Jerez, que alternaba con El Pepe y El Estudiantes. Corrió El
Coli al primer novillo con el capote cogido a una mano, y
creyó tener controlado al animal. Pero éste le dio caza
antes de llegar al burladero del 7, y le partió el corazón.
Me consta que le velaron y se lo disputaron, en su féretro,
innumerables mujeres. Era agosto. Mes de pasiones,
tragedias, moscas y calores. Bien ido está.
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