Crecer sin un padre y una madre va más allá de las cifras,
las leyes y los políticos. No importan las portadas de
periódicos copadas ni los monólogos de responsables
infectados de datos acerca de la ‘saturación’ en los centros
de menores de Ceuta, Melilla y, por supuesto, Canarias. Nada
tiene sentido cuando esos niños se van a la cama sin nadie.
En el paseo por los diferentes centros de menores de la
ciudad –son públicos, cualquier lector interesado puede
acercarse a uno de ellos cuando lo desee- uno puede ver la
realidad sin necesidad de atender a los llamados “factores”,
“migraciones” ni otros apelativos que, en la mayoría de los
casos, más atiende al eufemismo que a la simple evidencia de
lo que realmente pasa. A lo largo de los dos reportajes, del
que hoy ofrecemos la primera parte y que continuará mañana,
esta redacción ha querido conocer casi todo lo que ocurre en
torno a un tema que ha sido noticia durante toda la semana.
En principio, es necesario aclarar que cada centro es un
mundo. En nada se parecen el del Mediterráneo con el del
monte Hacho. Y, por consecuencia, éstos andan aún más
alejados de la realidad que se vive en la Guardería
Municipal. En teoría, todos debieran compartir la desoladora
imagen de ser el lugar de residencia de los ‘menores no
acompañados’; sin embargo, muchos de los niños que viven en
estas instalaciones mantienen un contacto casi diario con
sus familias. Todo depende, en cualquier caso, del centro en
el que nos encontremos.
Mientras que en la Guardería, dedicada especialmente al
cuidado de bebés o niños de muy corta edad, los menores
viven en un ambiente que mucho se parece al de la habitación
de un niño que vive con su familia, en la Esperanza los
adolescentes conviven en barracones. Si acaso podemos llamar
adolescente a un niño de once años. El de la barriada Solís
se encuentra en el ecuador de la situación de los menores
acogidos por la Ciudad Autónoma. La legislación obliga al
gobierno de cada comunidad a convertirse en el tutor de cada
niño que arribe a sus fronteras. No obstante, la cuestión de
la tutela choca con la teoría, -información reciente-, de la
reubicación de los menores en diferentes ciudades autónomas.
El principal problema de los habitantes de lo que fuera la
residencia de verano del comandante general, convertido en
el centro de la Esperanza es que no todos son menores. La
tabla que regula las edades a través de diferentes pruebas y
radiografías está obsoleta. En el caso de las mujeres, sólo
es posible ser mayor de 17,5 años. Esto es, tanto una
anciana como una mujer de 18 años que se sometiesen a dicho
examen serían “mayores de 17,5 años”. Ésta es la precisión
máxima que puede lograrse.
Los residentes del monte Hacho son varones. El centro acoge
a niños inmigrantes llegados, en su mayoría, de Marruecos
aunque también de Argelia u otros países del norte del
continente vecino. Según ha podido comprobar esta redacción,
los informes oseométricos realizados a los recién llegados
daban, en algunos casos, una edad tres años por debajo de la
real. Esto provoca, según el director del centro, …., que
muchos niños que sí lo necesitarían “no puedan entrar”.
‘Personas mayores’
La bisagra que podría tumbar la balanza a una posible
solución sería, precisamente, la aplicación o no de la
circular de la Fiscalía General del Estado –dictada en
noviembre de 2003- por la que se considerarían menores
emancipados a los jóvenes de entre 16 y 18 años que viajan
hasta España. En el centro de La Esperanza, una gran mayoría
de los 51 residentes se encuentran en esa franja de edad. En
opinión del responsable del área de Menores de la Ciudad
Autónoma, Miguel Fábrega, las personas que se desplazan
desde países como Nigeria, Mali o Marruecos “pueden ser
considerados como personas ‘mayores’, y no como los menores
con los que estamos acostumbrados a tratar”, manifestó.
La posibilidad de reubicar a los menores en diferentes
centros de la Península una vez que llevasen 45 días en
Ceuta puede provocar el efecto contrario al deseado, según
Fábrega. A pesar de que el Gobierno central se plantea la
redistribución de los niños por diferentes comunidades
autónomas, esto podría derivar en un “efecto llamada”,
indicó el responsable, “como ocurre con los mayores”.
La línea del máximo responsable de menores en la ciudad está
en consonancia con la opinión del director de La Esperanza:
“El movimiento migratorio empieza con los niños”. Según
Pérez, los padres marroquíes depositan sus esperanzas de
salir del país en el envío de sus hijos, a los que vienen a
visitar a menudo. “A veces les obligan”, recordó el
director, “y Marruecos no colabora en nuestro intento de la
reagrupación familiar”.
‘Niños de la calle’
Existe un riesgo que, enredados entre las cifras –se calcula
que, sin estar saturados, los centros se encuentran al 90
por ciento de su capacidad con cerca de 104 menores- puede
escapar a casi todos: convertirse en un menor de la calle.
Los responsables nombran así a los niños que, víctimas del
aislamiento y la marginación del engranaje social, familiar
y, a veces, escolar, caen en manos de los adultos que
circulan por la ciudad y les obligan a robar. Los niños
acaban drogados y ensimismados en un círculo vicioso que les
aleja de las normas que imponen los centros –y que existen
en todos los hogares- como son unos horarios de comida, de
sueño y hábitos de higiene o de respeto.
Evolución de los últimos años
El máximo responsable del centro de menores del monte Hacho
destaca un perfil que ha cambiado “radicalmente” en los
últimos años. En el centro de La Esperanza conviven más de
50 jóvenes cuyas edades oscilan entre los 11 y los 18 años.
Aunque la precisión de la edad tiene un margen de error de
más de dos años y medio. Hasta el año 99, los niños que
llegaban eran menores que estaban en la calle y en situación
de desamparo.
“El 99 por ciento de los que llegaban venía de familias
desestructuradas pero ahora no están en situación de
desamparo” resume el responsable del centro. Sin embargo, el
perfil de los chavales que llegan a Ceuta ha cambiado en los
últimos años. El muchacho que llega ahora no está,
necesariamente, en situación de desamparo respecto a sus
familias. Tampoco viene de hogares destrozados y “a veces no
ha probado ni un porro”, asegura el director.
No son niños de la calle, de ahí el riesgo de que puedan
convertirse en menores marginados. Así, los centros quedan
“masificados”, según Pérez, pero “no desestabilizados”.
En el centro la Esperanza las normas exigen hacer un
recuento cada noche de los menores. Dependiendo de su
comportamiento, se les ‘multa’ o se les conceden ciertas
licencias. Tienen una paga semanal que puede ser de tres,
cuatro o seis euros según la edad. Además, hay un régimen
sancionador y tienen un régimen interno “que es la base”.
Nietzsche, que consideraba la esperanza mucho más
estimulante que la suerte observaría quizá en esta
convivencia que intenta lograrse cada día un verdadero motor
de lo que se avecina.
(Mañana: ‘Crecer sin padres II’)
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