Alguien dijo una vez que lo que no sale en los medios no
existe. Lo que sale en los prensa, sin embargo, no siempre
tiene vida. Del mismo modo que lo que no aparece suele
tenerla. Lo macabro, opina el hermano Diego, siempre llama
más la atención que la gente buena, por eso se desconocen la
mayoría de obras de calidad. La gente que actúa no suele
querer hablar. Es difícil que un verdadero misionero desee
predicar con algo que se aleje de lo que significa el
ejemplo. No obstante, hay excepciones.
En el centro de Cruz Blanca, sito en la barriada Príncipe
Alfonso, hay 46 residentes. Abuelos o personas con
discapacidad física y psíquica se confunden con los
voluntarios y trabajadores de la residencia. “Aquí vienen
personas a planchar cuando tienen un momento libre”, indica
el hermano.
Los donativos de ropa, comida y otros objetos son numerosos:
“El pueblo ceutí es muy solidario”, insiste. En la Ciudad se
ayuda “a todo el que quiere o se deja”, sea ceutí o
inmigrante.
Desde la Consejería de Sanidad y Bienestar Social hasta los
propios centros cristianos, la Iglesia o los voluntarios, en
Ceuta, recuerda Diego, a la gente necesitada se le ofrece
“dignidad, respeto, comida y aseo”. Desmiente, sin pudor, la
saturación del CETI: “No llegan a 500 personas” y sostiene
que “sólo están en la calle los que no están dispuestos a
respetar unas normas de convivencia que suelen reinar en los
centros”. Muchas de las personas que viven de la mendicidad
o registrando entre los contenedores, al parecer, están ahí
porque prefieren la calle a un centro. Marruecos es un buen
mercado para la venta de muchos de nuestros desperdicios.
La historia del hermano Diego parece perseguir un sólo
camino, aquel en el que se hallan los necesitados. “Yo voy
donde haga falta” comenta. Sin embargo, se muestra reacio a
que todo esto se conozca. Evita las etiquetas y lo último
que desea es que la prensa publique sus gestas. Sólo le
importa ayudar. Ayudar con mayúsculas. Basta con acercarse
al centro para comprobar que cualquier definición se
quedaría corta.
Él no es ceutí. Aunque nacido en la localidad gaditana de
Tarifa, lleva once años en la Ciudad Autónoma. También vivió
en Tánger y en otras ciudades. Y en todas ellas desarrolló
esta labor “por necesidad propia”. Casi todos los
voluntarios lo hacen por el cariño que reciben a cambio
aunque a veces los necesitados “parece que te están
perdonando la vida”. Y es que la amabilidad no es propiedad
de nadie. “Te agradecen mucho todo lo que haces, te dan
mucho cariño, son sencillos y honestos, pero también hay
gente desagradable” opina. De su época en Marruecos,
recuerda especialmente a los voluntarios “estudiantes
universitarios y trabajadores” que dedicaban sus vacaciones
a ayudar a gente con enfermedades como la lepra.
La vocación le viene desde pequeño. Adolescente rebelde,
acudía a salvar a los desfavorecidos arriesgándose a
cualquier reprimenda. En el año 94 hizo los votos como
fraile franciscano. Sus principios están por encima de casi
cualquier cosa. “A mí no me agrada todo lo que hago”
sostiene. En el centro hay que asistir a los internos y
ayudarles en cada necesidad biológica o psicológica. Los
desfavorecidos –de su época en Tánger- tienen algo que
nosotros hemos perdido: la paciencia. “Ellos no van
corriendo ni son tan individualistas”, argumenta. En
Barcelona, recuerda, la gente “no se quitaba el MP3 de los
oídos”. Eso en África no pasa. Y aunque sea una frase
manida, el fraile insiste en una máxima: “El dinero no lo es
todo, y nada puede comprar el cariño”. Muchas de las
personas que viven en el centro del Príncipe o en el que la
Orden tiene en la barriada del Sardinero no pueden vivir en
un piso. “Las familias también se agotan y no todo el mundo
tiene la misma fortaleza”, mantiene.
Solidaridad
“Es más fácil ser solidario con el vecino que con el tuyo”,
comenta el hermano: “El tuyo te duele, mientras que el
desconocido no te influye tanto”. Sin embargo, algunas almas
benévolas también buscan “justificarse” o “lavar su
conciencia”. Independientemente del motivo, todo el mundo
tiene un por qué. “El ateismo no existe” según el hermano
Diego y “todos acuden por un motivo: su conciencia, Dios o
la prevención de lo que pueda ocurrirle a ellos en un
futuro”. El resultado parece ser siempre el mismo: “Todos
vuelven”. Esto “engancha” sostiene.
En cuanto a la ‘mala’ reputación de la barriada, el hermano
es contundente: “Es más segura que Málaga, Madrid u otras
ciudades”. La convivencia en el centro es palpable. Todas
las religiones y diversas nacionalidades han recurrido en
alguna ocasión a esta casa.
Como en otras residencias de la ciudad, el aporte de los
inquilinos es un 75 por ciento de sus pensiones. “Con la
gente que no tiene pensión, no pasa nada”, informa mientras
reitera una frase del fundador: “Si viene uno con 50.000 y
otro con 100.00, hay que coger al de 50.000”, pues el otro
tendrá hueco en otro sitio. Cualquier persona podría hacerse
eco de la parte mala, de la morbosa, de la ‘carnaza’. Sin
embargo, esto dista mucho de la palabrería o el discurso de
turno. El centro está limpio, atendido, con diverso personal
-más un montón de voluntarios y personas anónimas- que se
dedica a cuidar y a querer a los residentes. La iglesia de
su interior no brilla por sus riquezas. Sus paredes no son
ostentosas ni su recepción el vestíbulo de un lujoso hotel.
Por el contrario, dentro, la gente es de cinco estrellas. Y
lo mejor de su trabajo es, precisamente, que rechazan que se
hable de él en los periódicos. Casi al final de la
entrevista, un interno se acerca para saludarnos. Padece una
deficiencia psíquica. El hermano Diego le besa y le abraza.
“El cariño es recíproco”, observa.
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