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SOCIEDAD - VIERNES, 11 DE AGOSTO DE 2006


diego (i) con un paciente. nicol's.

entrevista / solidaridad en ceuta
 

Hermano Diego: “Ayudar al otro engancha, por eso todos vuelven”

En el centro de la Cruz Blanca del Príncipe viven 76 personas. El fraile llegó a la ciudad hace once años y su opinión de la gente es rotunda: “Ceuta es muy solidaria”
 

CEUTA
Laura Fernández
laurafernandez@elpueblodeceuta.com

Alguien dijo una vez que lo que no sale en los medios no existe. Lo que sale en los prensa, sin embargo, no siempre tiene vida. Del mismo modo que lo que no aparece suele tenerla. Lo macabro, opina el hermano Diego, siempre llama más la atención que la gente buena, por eso se desconocen la mayoría de obras de calidad. La gente que actúa no suele querer hablar. Es difícil que un verdadero misionero desee predicar con algo que se aleje de lo que significa el ejemplo. No obstante, hay excepciones.

En el centro de Cruz Blanca, sito en la barriada Príncipe Alfonso, hay 46 residentes. Abuelos o personas con discapacidad física y psíquica se confunden con los voluntarios y trabajadores de la residencia. “Aquí vienen personas a planchar cuando tienen un momento libre”, indica el hermano.

Los donativos de ropa, comida y otros objetos son numerosos: “El pueblo ceutí es muy solidario”, insiste. En la Ciudad se ayuda “a todo el que quiere o se deja”, sea ceutí o inmigrante.

Desde la Consejería de Sanidad y Bienestar Social hasta los propios centros cristianos, la Iglesia o los voluntarios, en Ceuta, recuerda Diego, a la gente necesitada se le ofrece “dignidad, respeto, comida y aseo”. Desmiente, sin pudor, la saturación del CETI: “No llegan a 500 personas” y sostiene que “sólo están en la calle los que no están dispuestos a respetar unas normas de convivencia que suelen reinar en los centros”. Muchas de las personas que viven de la mendicidad o registrando entre los contenedores, al parecer, están ahí porque prefieren la calle a un centro. Marruecos es un buen mercado para la venta de muchos de nuestros desperdicios.

La historia del hermano Diego parece perseguir un sólo camino, aquel en el que se hallan los necesitados. “Yo voy donde haga falta” comenta. Sin embargo, se muestra reacio a que todo esto se conozca. Evita las etiquetas y lo último que desea es que la prensa publique sus gestas. Sólo le importa ayudar. Ayudar con mayúsculas. Basta con acercarse al centro para comprobar que cualquier definición se quedaría corta.

Él no es ceutí. Aunque nacido en la localidad gaditana de Tarifa, lleva once años en la Ciudad Autónoma. También vivió en Tánger y en otras ciudades. Y en todas ellas desarrolló esta labor “por necesidad propia”. Casi todos los voluntarios lo hacen por el cariño que reciben a cambio aunque a veces los necesitados “parece que te están perdonando la vida”. Y es que la amabilidad no es propiedad de nadie. “Te agradecen mucho todo lo que haces, te dan mucho cariño, son sencillos y honestos, pero también hay gente desagradable” opina. De su época en Marruecos, recuerda especialmente a los voluntarios “estudiantes universitarios y trabajadores” que dedicaban sus vacaciones a ayudar a gente con enfermedades como la lepra.

La vocación le viene desde pequeño. Adolescente rebelde, acudía a salvar a los desfavorecidos arriesgándose a cualquier reprimenda. En el año 94 hizo los votos como fraile franciscano. Sus principios están por encima de casi cualquier cosa. “A mí no me agrada todo lo que hago” sostiene. En el centro hay que asistir a los internos y ayudarles en cada necesidad biológica o psicológica. Los desfavorecidos –de su época en Tánger- tienen algo que nosotros hemos perdido: la paciencia. “Ellos no van corriendo ni son tan individualistas”, argumenta. En Barcelona, recuerda, la gente “no se quitaba el MP3 de los oídos”. Eso en África no pasa. Y aunque sea una frase manida, el fraile insiste en una máxima: “El dinero no lo es todo, y nada puede comprar el cariño”. Muchas de las personas que viven en el centro del Príncipe o en el que la Orden tiene en la barriada del Sardinero no pueden vivir en un piso. “Las familias también se agotan y no todo el mundo tiene la misma fortaleza”, mantiene.

Solidaridad

“Es más fácil ser solidario con el vecino que con el tuyo”, comenta el hermano: “El tuyo te duele, mientras que el desconocido no te influye tanto”. Sin embargo, algunas almas benévolas también buscan “justificarse” o “lavar su conciencia”. Independientemente del motivo, todo el mundo tiene un por qué. “El ateismo no existe” según el hermano Diego y “todos acuden por un motivo: su conciencia, Dios o la prevención de lo que pueda ocurrirle a ellos en un futuro”. El resultado parece ser siempre el mismo: “Todos vuelven”. Esto “engancha” sostiene.

En cuanto a la ‘mala’ reputación de la barriada, el hermano es contundente: “Es más segura que Málaga, Madrid u otras ciudades”. La convivencia en el centro es palpable. Todas las religiones y diversas nacionalidades han recurrido en alguna ocasión a esta casa.

Como en otras residencias de la ciudad, el aporte de los inquilinos es un 75 por ciento de sus pensiones. “Con la gente que no tiene pensión, no pasa nada”, informa mientras reitera una frase del fundador: “Si viene uno con 50.000 y otro con 100.00, hay que coger al de 50.000”, pues el otro tendrá hueco en otro sitio. Cualquier persona podría hacerse eco de la parte mala, de la morbosa, de la ‘carnaza’. Sin embargo, esto dista mucho de la palabrería o el discurso de turno. El centro está limpio, atendido, con diverso personal -más un montón de voluntarios y personas anónimas- que se dedica a cuidar y a querer a los residentes. La iglesia de su interior no brilla por sus riquezas. Sus paredes no son ostentosas ni su recepción el vestíbulo de un lujoso hotel. Por el contrario, dentro, la gente es de cinco estrellas. Y lo mejor de su trabajo es, precisamente, que rechazan que se hable de él en los periódicos. Casi al final de la entrevista, un interno se acerca para saludarnos. Padece una deficiencia psíquica. El hermano Diego le besa y le abraza. “El cariño es recíproco”, observa.
 

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