El presidente del Gobierno,
José Luis Rodríguez Zapatero, sigue dedicando todo tipo
de elogios a la II República. Lo cual exaspera a casi todas
las personas cuyas familias pertenecieron al bando vencedor.
Y hace posible, además, que los columnistas de los
periódicos, cuya línea editorial consiste en propalar que a
ZP por mantenerse en el cargo no le importa destruir la
unidad de España, escriban, un día sí y el otro también,
sobre lo mismo.
Pero lo hacen poniéndose muy en su papel de recordarnos que
nada bueno puede traer que se siga hablando de una época que
conviene no mentarla por si acaso resurgen los demonios. Es
como si todavía hubiera que hurtarnos a los españoles lo
ocurrido, porque aún estamos en una especie de predemocracia.
Lo de siempre: los hay empeñados en tutelar nuestro afán de
conocer y opinar de un régimen que parecía destinado a
modernizar España y acabó propiciando una guerra que
algunos, con buen criterio, llaman incivilizada.
Cierto que una cosa es hablar y escribir de la República,
sin miedo, y otra muy distinta es saltarse a la torera la
Constitución de 1978 y todo el proceso de la Transición.
Porque es una injusticia ningunear ese período de nuestra
Historia. Como es una injusticia mentir a sabiendas sobre
las actuaciones de los políticos que tuvieron poder de
decisión en aquellos tumultuosos años treinta del siglo
pasado.
En mi caso, el que la II República se haya convertido en
tema de actualidad, por haberse cumplido 75 años desde su
instauración y porque el presidente del Gobierno no cesa en
su empeño de homenajearla a cada paso, lo único que me ha
obligado es a dejar otras lecturas y volver a releer cuanto
han escrito al respecto Cortázar, Santos Juliá, Payne,
Fusi, Pío Moa, Antonio Domínguez Ortiz, Fernández Álvarez,
José María Marco, Antony Beevor, etc. Y, desde luego,
los Cuadernos Robados: Diarios de Azaña 1932-1933.
Aun así, es decir, a pesar de que tanta lectura sobre la II
República me haya nutrido lo suficiente para poder
interpretar los hechos de entonces, sólo me vale para
repetirme en lo dicho días atrás: ni unos fueron tan buenos
ni otros tan malos. Y todos cometieron el error de querer
imponer sus ideas a cualquier precio. Así de simple.
Sin embargo, en estos días dedicados a leer acudiendo
directamente a comparar los puntos claves de lo escrito por
los historiadores ya nombrados, he insistido en repasar la
personalidad de Azaña, Lerroux y Alcalá
Zamora. Y los tres, que se odiaban cordialmente,
dedicaron gran parte de su tiempo a darse puñaladas
traperas. Lerroux no aceptaba de ninguna de las maneras
verse convertido en oposición de un Gobierno presidido por
Azaña. Y no dudó en perseguir a éste con furia cruel. La
oportunidad de acabar con él se le presentó cuando se armó
el cirio en Asturias. Con la anuencia de don Niceto Alcalá.
Cuando Azaña se recuperó, lo primero que hizo es ajustarle
las cuentas a su enemigo: y usó el caso del Straperlo con
sagacidad y saña. Apoyado por Prieto y el presidente de la
Républica. Y, como fin de fiesta, entre Prieto y Azaña
hicieron posible que el político de Priego renunciara a la
presidencia.
Recomiendo a quienes se les haya despertado el interés, en
estos días, por ahondar en todo lo concerniente a la II
República, que lean los enfrentamientos de estos hombres y
podrán comprender de qué manera las envidias y los odios
entre políticos repercuten de manera funesta en los
ciudadanos.
De todos modos, convendría hablar, quizá otro día lo
hagamos, de la desgraciada enfermedad de Cambó. Quien
pudo ser el político ideal para haber hecho la transición
entre la Dictadura de Primo de Rivera y
la democracia. Cambó era un catalán con sentido común.
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